Ya erra el tiempo.

Lo mordaz de lo peor es que terminaremos riendo. No siempre, y es eso.

La pena cáustica se transforma en anécdotas por contar, en servirse  cola en un vaso en tanto nos acomodamos en el sillón de la esquina a relatarlas.

Erguirse frente al espejo señalando el pasado y resonar una carcajada mientras hacemos figuritas en el vidrio, con los dedos; se traspasa todo a un marco para admirar. A un designio que se cuelga en la pared para comprometerse con la causa del humor. Y su mecanismo defensivo.

Abrir los periódicos no supone un fin en sí mismo, claro, abrir el pasado permite preguntarse cuándo fue ayer y qué sigue siendo hoy. Es casi Kant y la paradoja  de no poder cuestionarnos sobre las categorías del tiempo y del espacio porque al cuestionar damos siempre por supuestos al espacio y al tiempo.

No nos alborozamos mientras señalamos las palabras, lanzamos suspiros fatigosos de lo mismo. Lanzamos escarnios de desamparo por lo eventos continuos que consumen el presente.

Y pues eso. Y también podemos volver la cabeza a la búsqueda personal de caja ñoñis de recuerdos y  la abrimos sentenciando qué-osos, qué-vergüenzas, qué-estúpido-devenir-me-ha llevado-a-dirigir-mi-conducta-de-tal-manera-que-ahora-supone-mi-embarazo-y-mi-desconcierto-por-mi-obrar.

Por qué la historia sí supone un peso de descarga, y por qué invocar nuestros fantasma nos permite lanzarles pastelazos en la cara.

La observación de una persona por un ojo colectivo la hace impenetrable. La conciencia de una gran masa para una persona es imprecisa.

Las leyes naturales de lo que somos a través de lo que fuimos y pertenecemos caen siempre en el escrutinio general de lo ambivalente.

«No podemos entenderte a menos que conozcamos cómo te ríes de eso que ya fue», dicen los irreductibles maestros del arte de recordar.

Pero qué jodida idiotez, perdone usted -aunque no lo diga nadie en particular ni persona en absoluto-.

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La complejidad del desaliento existe en querer transformar el presente en pasado irrisorio y compenetrarse en el poder que brinda el alejamiento. Vamos, que aún nos queda mañana, sentencian palmaditas en la espalda. Y lo peor es que te lo crees, porque ya con una vida por detrás y un paso más adelante te sientes con el control del golem pasado, y lo ponemos a nuestro servicio. Y por cierto, nos equivocamos.

Y  es que el pasado podrá ser el mismo, pero los recuerdo no. Nos ponemos a jugar con nuestras paramnesias a transformar nuestra memoria como bloques de legos, que quitamos el drama al dolor del dedo chico del pie porque resulta que nos lo hemos buscado; que agregamos las cosas propias de un tractus a las conversaciones del transporte colectivo porque resulta que nuestra inteligencia sobrenatural nos  lo permite; que componemos lo que fuimos a partir de lo que somos, y somos a partir de eso que olvidamos ya ser. Somos nuestro propio imaginario. Y nos complacemos en conocer que construimos otro mayor donde las cosas permanecen mientras se trasforman, y se transforman ante nuestros ojos y encima, nos echamos esas transformaciones como evidentes, axiomáticas y ciertas. Jodida mierda.