Nosotros también.

Que no nos sorprenda comprender que todo es una irremediable consecuencia de otra consecuencia que, a su vez, es una irremediable consecuencia de un entretejido de múltiples consecuencias infinitas que han partido de otra consecuencia de complejidad similar.

Al final, iremos definiéndonos por nuestras consecuencias que forman parte de nuestra consecuente consciencia, «soy el producto de un eclipse solar y la alegoría del fin del mundo», «Yo parto de una convulsión orgásmica consecuencia de contracciones y demás», «Yo, en cambio he pasado a ser constituido por esquemas neutrales de sábado gigante». No tanto así pero. claro. delimitado como eso.

Como eso, estableciendo que las decisiones que tomamos se cimientan en un compendio de consecuencias posicionadas en torno a un historicismo dialéctico, un poco chungo también.

Chungo, porque no es que planteemos que cada consecuencia es un choque profundo de ideas contrarias que hacen una sola para ubicarnos en nuestra ontológica ruta de cosas por decidir.

Que claro, las tesis deterministas sólo establecen consecuencias dogmáticas en contraposición de  consecuencias multifactoriales, pero que, bueno, no dejan de ser consecuencias.

El punto crucial es que cuando optemos por mover la manija de una puerta lo hagamos con la clara conciencia de que que el acto parte de una consecuencia que correspondió a una actividad de alguien más, basada en la consecuencia que es producto de la acción de un tercero, así hasta las infinitas posibilidades, así hasta terminar catatónicos en medio de una habitación obscura con la intención de rebatir el ciclo de consecuencias. Pero que claro, esto también contrae las suyas.

Contrae las suyas, porque el hecho irrebatible, es que nosotros también somos parte de este mecanismo intrincado de generar consecuencias que determinan actos.

Y que putada de responsabilidad cósmica.

Cuando de estados alterados de conciencia se trata.

Yo esto, lo veo así: en el último momento del ocaso existencial, en el último intento por aferrarse a la malgastada vida con amargura, en ese instante de temerle a la muerte o para decirlo así, en el instante de ser consciente de la vida: no se recordará una secuencia incesante de imágenes con todo el maltrecho recorrido vivencial, ni mucho menos. Uno en ese momento de inexpugnable sensación de acabose, recordará cómo cuanto podrá recordarse de los momentos de flujo. Y luego como en una suma de sucesión de sensaciones reverentes al estado mencionado y como paroxismo aferrativo a tal sensación, todo terminará en un estado de flujo mayor de quedar todo en suspensión.

Entonces -como aclaratoria particular a la duda del qué va más allá luego de que nuestro centro nervioso deje finalmente de enviar señales electroquímicas entre sí- no se será ni partículas, ni cielo, ni infierno, ni más nada. Pero sí polvo, o ni eso, uno se desmembrará en pequeñas porciones de moléculas, y que se desintegrarán así mismas hasta el punto molecular atomístico de la nada. Sin más oportunidad de estados de flujo ni algo. Y por eso, jodidamente, por eso, los estados de flujo son la oportunidad para sintonizar con la vida.

Uno, por ejemplo, se sienta en la orilla de la acera a pensar sobre cosas trascendentales del momento sopesando las dificultades de abrir un frasco de mermelada para hacerse un aperitivo de mediana tarde y sobre quién dijo qué cosa de la mantequilla de maní. Y en ese momento de lúgrubre reflexión, uno es consciente que el mundo ha cesado su murmullo, que las cosas a derredor parecen haber considerado un estado de trance como estado necesario ante las propias reflexiones; por un momento de inexplicable consideración auditiva, el mundo deja de ser, uno es total y completamente consciente de su realidad, uno sabe que todas la cosas siguen existiendo pero por un momento,  uno no puede acceder a su conocimiento sonoro, porque no emiten ninguno; y en ese momento uno sabe que no pertenece, que está en ese momento, que forma parte de él pero que, igual, no es necesario estar ahí en ese punto porque se está más arriba, más trascendentalmente sobre eso.

Que uno puedo pasar de todo, joder.

Y es cuando se trata de respirar más despacio, de permanecer en la más leve quietud muscular, de hacer lo necesario en lo posible para que el equilibrio flujístico no se rompa. Y todo esto, en conjunto, pasa en unos breves milisegundos antes de que todo vuelva a reaccionar, de que todo vuelva a tomar su curso, de que todo vuelva a la vida, y la campana del señor de los helados empiece a sonar, y la persona de más allá empiece a reír y el tipo de aquí haga una pregunta y todo retoma su estado habitual, y el trance general acaba y todos parece salir de sus cavilaciones  y todo es, de nuevo. Y uno vuelve a ser parte de todo, también.

Y cómo jode.