Objetividad temporal del vacío por venir

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Una es muy feliz blandiendo la bandera de aislamiento que ostenta. Una está muy orgullosa de hacerse de tanto silencio, de tanta soledad borde. Una es feliz, es lo que importa. Pero luego no, lo que parecía una escena a lo muy corin tellado con arbolitos felices rosas, maripocitas felices rosas, campo feliz con su sol feliz rosa y corriendo rosadamente feliz se convierte en esa escena cliché de estar -porque uno está y estar duele, como un dolor en los putos cojones aunque no se los tenga- y entonces una está debajo de una repentina lluvia gris triste preguntándose: ¿Esto está bien? ¿Soy normal? ¿Tengo alguna cojunuda y puta afección cerebral por no querer lo que los demás quieren? ¿por parecerme abominable y odioso, sin sentido absoluto hasta ridículo? ¿Una aberración de la humanidad? Mientras hago estos cuestionamientos de peso existencial sigo aventando a la gente para allá, a un lado, hacia atrás, ¡FUERA!, grito y grito sin gritar.

La muerte de las pequeñas cosas

En inglés, bereavement es la sensación de haber sido robado, de ser despojado de algo valioso; equivale a quedarse abrazando un espacio vacío.

El «vacío», se dice, como si tuviese propiedades que le hiciesen ser antes que convenir con la nada. De esta forma, la nada deja de ser nada porque se transforma para ser conceptualizado como, precisamente eso, nada, que entonces se convierte en algo que no puede ser. Al escuchar esto, Descartes eleatícamente, abriría los ojos en forma sorpresiva, lanzaría un puñetazo a su estufa y sentenciaría como lo hizo en Los principios de la filosofía: «Si se pregunta cuál sería el caso  si Dios removiese toda la materia de un envase y no dejase que nada más tomase el lugar de lo que había sido desalojado, entonces la respuesta debe ser que los lados del envase serían contiguos. Pues, si no hay nada entre dos cuerpos, deben estar juntos». El Descartes zenoniano del espacio nos da cuenta que antes que abrazar un vacío, que antes que definirnos por la nada, estamos contemplando la ruptura de algo que persiste en el espacio.

En la Física, Aristóteles hace una conceptualización interesante del espacio vacío: el vacío es en realidad un movimiento extremadamente rápido, nunca hay un nada porque inmediatamente es reemplazado por algo; sin embargo, hay un pequeño intersticio entre ese algo y ese antes del algo el suficiente tiempo para que sea nada.

Pero, ¿cómo podemos decir lo que no es?, se preguntaba Wittgesnstein.

Por alguna cualidad metafísica de la evolución -hablando seriamente y no-, la humanidad está volcada hacia el vacío, hacia la contemplación de la nada como una propiedad que no puede existir más allá de nuestra concepción de lo que podría ser pero no es. Y es como situarse a 8mil metros sobre el nivel del mar, pararse sobre el risco más cercano, y percatarse de la sensación impulsiva de lazarse al vacío. ¿Es que acaso somos suicidas por antonomasia?, preguntará ingenuamente un militante del escepticismo porque no puede preguntar de otra manera.»Los suicidas por antonomasia», podría ser el título de un tratado de antropología filosófica que explicase por qué la raza humana debe ser tratada precisamente como eso, pues es la única especie que se tortura con la conciencia de su finitud, por la contemplación de que antes de ser algo era nada y que se dirige a una nada más fundamentalmente grande: la muerte.

Y sin embargo ¿a cuántos metros de nuestra existencia nos encontraremos como para vivir con la sensación perpetúa de contemplar la llamada del vacío, la «l’appel du vide» en francés? A muchos, irrefutablemente. Aun así Freud argumentaría que esto es toda la pulsión de muerte que pueda concebirse, que en ese pequeño paréntesis de la existencia, a la que llamamos vida, deben definirse sus límites por contrapartida, es decir, a través de los límites infinitos de algo que no puede concebirse en concreto: la nada. La propiedad fundamental del vacío, si hubiera tal cosa como la propiedad fundamental del vacío, sería entender los confines de la vida a través de lo que fue, de lo que nunca será y de lo que eventualmente es. Es así como creemos, sin embargo, que aunque no podamos concebir la idea de estar muertos, si podemos imaginar y temer la experiencia de morir. Más aun: podríamos decir que toda la actividad humana es, en gran medida, un modo de negar la fatal inevitibilidad de la muerte.

Colocarnos cara a cara con el precipicio indicaría que estamos dispuestos a contemplar el «Y sí…» perpetuo del dilentantismo metafísico de la non existence. Es por eso que  convenimos en lazar piedras al vacío con la intención de condicionar la posibilidad del acabose. La muerte de las pequeñas cosas no implica realizar un tratado -que no lo es- espurio sin contenido ni coherencia lógica para explicar su magnitud, obvio. Implica  anticiparse a la pérdida definitiva que no presenciaremos. Perdernos nuestra propia nada parecerá angustiante porque a resueltas cuentas fuimos algo que nunca más será. Y hacia dónde dirigirnos sino es más que a instalar un espacio vacío.

La muerte de las pequeñas cosas consiste en permutarnos de la pérdida del hálito vital con cada pérdida objetual. Contemplar la caída de una piedra en el vacío metafísico de la vida, es saber que la piedra no se ubicará en ningún lugar puesto que desciende hacia la nada; y si la nada lo absorbe dejará de ser para convertirse conceptualmente en algo que fue. Y si, antes, la propiedad fundamental del vacío no era la propiedad fundamental del vacío, ahora la propiedad fundamental del vacío se condicionaría a establecer que el vacío en realidad es el espacio que antes estuvo ocupado por algo que ya no ocupa ese lugar en el espacio. El vacío es, en realidad, la conciencia de la ausencia, la certeza de la melancolía. La pérdida del lugar en el mundo de las pequeñas cosas equivale a comprender que el vuelo de una mariposa podrá verse interrumpido por una pisada, que se pueden perder 30 minutos de tiempo durmiendo de más, que ese yogur en el refrigerador desaparecerá, que la fe en la humanidad se perderá, que el disco de Selena con todos sus éxitos dejará de tener el mismo dueño.

Pero lo que dice Aristóteles, el vacío sólo es un intersticio antes de algo más. Y así, las mariposas volverán a copular, otro día vendrá, la industria del yogur abastecerá nuevamente el refrigerador, un militante filantrópico tocará tu hombro, y alguien podrá regalarte un disco de tecno-cumbias. Y es precisamente eso, tal vez lo angustiante del vacío no es lo que fue sino la posibilidad del reemplazo, la impermutabilidad del cambio, el reordenamiento armónico de las cosas con sus espacios. De esta forma,la nada sólo «es», eventualmente.

Pero como decía el viejo Hegel: si la realidad nos parece irracional, para comprenderla necesitamos inventar conceptos irracionales.