Moloch del presente

No sabría hacer un cómodo recuento del 2018. Sin ser un año difícil, tampoco fue fácil. Esos puntos intermedios incordiosos que, a veces, se quedan sin nombre, sin denostar ninguna posibilidad de explicación que pueda, al que lee y trata de entender, qué es lo que existe en el límite de lo que pudo ser pero, al final, no fue del todo.

En todo caso, como cualquier ser humano que ha decidido habitar por un trecho más este mundo, viví. Y aprendí.

Aprendí y viví la certeza de no haber aprendido y vivido nunca, nada del todo. Que para vivir -y aprender- necesitas ser más que uno. Y para eso hay que construir vínculos. Y mantenerlos. Y esto, lo aprendí -y viví- con alguien que me enseñó a saber-estar, sin ni siquiera proponérselo.

Pero no se sueltan estas cosas por la carga que representaría para quien van dirigidas, decir «Gracias, mira que no lo me los esperaba» y colocar esas expectativas de funcionamiento en función de alguien. Funcionamiento-en-función, como si hiciera referencia a una maquinaria que nos sobrepasa y de la que no tenemos ni conocimiento ni control. Pero, en fin.

Lo suelto igual, porque todos los involucrados en ese vínculo -es decir El Otro y Yo-, sabemos qué es estar allí -porque estar con alguien representa un lugar donde uno orquesta su pequeño mundo íntimo-. Es decir, qué significó para mí, y qué significó para el otro lo significado por mí. Es decir, mucha paciencia. Pero también, mucho debate interno con los mefistófeles de fausto que quieren aplacar toda forma de vida, es decir, aprender. Aunque nadie me perdone ese reduccionismo tan básico.

En todo caso, se siente como avanzar en la escala ericksoniana de la vida funcional, que eleva sus niveles cada escalón de tres metros. Suspendida, entonces yo, por un brazo en el escalón de la intimidad, y a punto de caer, trágicamente, en el precipicio del aislamiento -lo pongo así o de lo contrario no entendería por qué tanto revuelo (que es sólo el mío) por ir aproximándose a cada nivel- no es que haya sido rescatada, sino que el otro, cómodamente instalado en el escalón superior, esperaba a que yo lograra descifrar como subir del todo, no sin entender, completamente, cómo no lo lograba y no sin comprender, aún, cómo a veces me gusta sentarme al borde. Porque sabemos -sin tratar de justificarme- que nadie logra nada en tono absoluto.

De cualquier forma, se vive aprendiendo a subir en ese escalón de la intimidad. Al final, construirla -o subirse en ella- consiste aprender a abrazar -y vivir- el rechazo que, conociendo su naturaleza, siempre toma formas diferentes porque, hablando con la exactitud clínica que la actualidad requiere, los defectos son la medida de todas las cosas. Pero, entonces, contemplar la posibilidad de sacarse de encima el apremio de la admiración, sólo para dejar en el escaparate las absolutas debilidades y que aún así, alguien elija, después de todo, colocar un brazo debajo de tu cabeza y acurrucarse bonito en conjunto. Te digo: qué paz.

Por otra parte, este año también significó aprender -y vivir- el compromiso y, antes que los otros, consigo. Este año fue una carrera existencial por mi identidad. Perdí el sentido de lo que soy porque los personajes que elaboré para sustentarle, dejaron de ser funcionales. Y con ello vino el conocimiento pleno de que jamás, tal vez, podré estar de la forma que se requiere; que nunca podré ser, de la manera que es necesaria. Que nunca aprenderé a transcurrir -y vivir- los niveles ericksonianos de forma eficiente.

Tal vez fueron pequeños pasos para finalmente integrarse en la vida adulta -si ese mítico lugar existe- aunque sienta que voy tarde; que tengo, en la agenda social, 47 citas atrasadas pendiente en relación a los otros. Sin embargo, hay personas que se sientan a esperarme y, con eso, tengo.

 

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Pan’s Labyrinth Soundtrack

Qué solos estamos.

En serio.

Pero la soledad no es una burbuja como se pinta. La soledad es un pozo con paredes negras y un piso cuadriculado en el que te sientas con las piernas en mariposa, a la espera de algo que no es alguien. Un pozo que se extiende hacia abajo cada que una de las cabezas de las voces se asoman por la abertura para hablarte.

Hay reverberancia, hay eco, pero nunca consonancia.

Pequeñas cabezas en círculo que miras-mirándote fijamente en tanto te alejas; no como quien da unos pasos y se acerca a un horizonte indivisible. Sino como quien baja los escalones, en oscuridad perpetua mientras se siente la fría mirada de alguien que no está.

Diminutas cabezas en orden geométrico circunsférico, instigándote por el porqué ontológico de las cosas que te hacen, que te convierten en alguien que desciende inevitablemente por un pozo de revestimiento negro y piso cuadriculado, de paredes que no están porque son hechas de vacío.

Es un vacío que no deja tocarse. Un pozo redondo de cosas que no están allí, una circunferencia estructurada por cosas incomunicables.

Desde allá arriba, sigues escuchado sus voces, te apuntan con el dedo. Te culpan.

Si sólo tuvieras el pañuelito scout de la vida que te ponen cuando te enseñan cómo llevarla -más insignias- te dices; aunque nunca sea cierto, claramente.

Lo nunca es cierto es lo de la vida, sí lo de las insignias- dice alguien allá arriba.

Estaremos todos, al final, en un pozo ciego. Vecinos sin fondo ni espacio, tratando de comunicarnos con ecos que nunca nos alcanzan.

Serán las voces, entonces, sólo los temores que nos hunden.

Será la consecuencia de convivir y convalecer la misma vida que no es única y que nunca es de uno. Que al final tampoco sabemos como ensamblar y la carga de esa pieza siempre nos deja en un pozo de revestimiento oscuro, sin paredes pero sí vacío.

Qué puñeteramente solos estamos, en serio.

 

νόστος: volver al inicio del mal.

Existe una sensación básica: entrar a una trastienda  y justo en el instante en el que abres la puerta, una campanilla hace un sonido estridente; en ese momento, estarás seguro que tendrás ojos puestos en la inusitación que ha provocado tu presencia, que posiblemente alguien con solicitud apremiante, antes que logres dar tres pasos de más, te interpele acerca de las necesidades que te orillaron a aproximarte a ese lugar en específico, durante ese lapso en especial. Pero tal vez, la realidad de la necesidad revele algo diferente, seguramente, minutos antes de aproximarte a la puerta y provocar un sonido estremecedor en el interior de una apacible tienda, el aparador te mostraba un objeto profusamente interesante y haría que los músculos de tu voluntariosa curiosidad se detuvieran en el letrero «empuje» de la puerta principal y procedieras a realizar determinada acción para introducirte en el lugar que contenía el foco de tu interés. Entonces, en el interior, bajo la sombra del duditativo procedimiento protocolario social de transacciones comerciales y ante la pregunta del dependiente afanado por conocer tus requerimientos inmediatos, respondes con un tono mustío y esquivo «sólo estoy viendo».

El sentimiento de inadecuación incrementa, cuando la figura, que en este caso representa al pardigma del servilismo clientelar, te sigue desde una distancia prudencial como tratando de traspasar esa barrera tan complicada de la intepretación del marco referencial del otro para lograr acceder a los verdaderos y más profundos deseos de una alteridad que se muestra bajo los mismos términos subjetivos compartidos y que juntos parecen crear una realidad objetivable. Empiezas a sentirte incómodo con la sensación de estar siendo escrudiñado, por considerar la posiblidad abierta que una mirada podría reflejar todos tus más absurdos secretos a través de una apariencia externa inhabilitada para transmitir más de lo que estás dispuesto a comunicar, pero aún así recurres a la paranoia social con la intención de atenuar la sensación de olvido y soledad que provoca una sociedad dada al anonimato. Recorres el lugar con una parsimoniosa actuación de desinteresado interés, curvando levemente la boca para denostar un entusiasmo contenido por la oportunidad de aproximarte a  cosas que no piensas obtener, mientras todo te figura absurdo porque te permites perfilar una farsa que al cabo estás obligado a llevar.

Algo parecido pasaba cuando tenía ocho años. Ocho años y conocía a Snicket.

Antes de seguir: es posible que esto se convierta en una nota rosa de innumerables tintes nostálgicos que pondrán en entredicho una estabilidad mental envidiable. Es posible también que sólo quiera darle de lata.

Cuando eres una cría y no tienes a tu alcance los medios de producción necesarios para sobresalir exitosamente en una sociedad ruín y competitiva, a veces, lees. También juegas pero sobre todo lees. Comienzas encontrándote con gente seria y sombría que colocan una pauta muy específica sobre la realidad, Poe a los ocho, Dostoyevski a los 10, Sade a los 12. Pero también tienes las oportunidad de concederte un desarrollo psiquíco a partir de la elección de un cuento preferido. Y eres tú o los Grimm, o Perrault o los libritos básicos de alfaragua infantil o el barco de vapor.

Los cuentos tienen la oportunidad de satisfacer necesidades inconscientes. Históricamente, los cuentos fueron pensados para los adultos, relatos bagres e insanos que alimentaba el apremio más abyecto del ego. El contenido de un cuento era la peor versión de un guión para una película de von Trier. Animalidades en escena, sadismo y desventura hasta que llegaron los chapmen con sus chapbook, quienes consideraron que una versión más recatada, menos culta, con menor contenido era una magnífica obtención para los pueblerinos. Terminaron siendo para niños. En La bruja debe morir, Cashdan (2000) previene que las sensaciones espeluznantes proporcionadas en un cuento de hadas reflejan los dramas del mundo interior de un niño. Leer un cuento es hacer frente a un conflicto interno. Estar a merced de la desventura -magnificando la fantasía del abandono- permite desarrollar una lucha de partes psiquícas representadas entre los personajes, el eterno equilibrio entre el bien y el mal, la sinuosa carrera por la integración del objeto kleiniano.

Existirán en este mundo algunos críticos sobre cuentos de hadas que hablarán sobre la saga de Snicket y apuntarán que no es ningún cuento de hadas por la ausencia de elementos mágicos. Rowling y sus libros podrán serlo, señorita, pero ¿Snicket?, nt nt nt. Moverán la cabeza con signo de desaprobación, ajustarán su monóculo, y sacarán un gran y polvoriento libro de un anaquel cercano para enseñar las reglas básicas de un cuento, pero aún así.

Aún así, tesis doctorales tratarán sobre la saga de los niños baudelaire señalándola como un recurso realista que considera que el ingenio puede con el infortunio, pero no lo aplaca porque de forma simple y básica en la vida nunca existirán los finales felices.

De cualquier manera, el infortunio tiene una cara doble. El concepto de mala suerte – posiblemente, un complot de marketing de los años veinte para elevar la compra de escaleras portátiles, espejos resistentes y descender la polución de gatos negros callejeros- es ambiguo, no puede conjeturarse que un acto de mala suerte para alguien lo sea para alguien más. Los ejemplos básicos que le atañen no pueden buscarse fácilmente en un diccionario. Mala suerte, dícese de algo adverso, por ejemplo: «Tengo tan mala suerte, Charlie, me ha caído un perno de hierro en la cabeza.», sin embrago en este caso, creo que todos estaríamos de acuerdo en considerar que un perno en la cabeza es un tremendo acto de pelotudez del destino. Esto o lo otro, los ambages que permean los límites subjetivos del concepto «infortunio» dependerán de lo que se considere «malo». Y aunque queramos vivir en una correspondiente negación absolutista, algunos tenemos un marco de conceptualización bastante amplio para aquello que puede parecernos adverso, o es que de verdad tenemos una suerte del demonio. En cualquier caso,  un beso a Snicket.

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Chasdan, S. (2000). La bruja debe morir. Madrid: Editorial Debate, S.A.*

*Efectivamente, sólo quiero darla de lata.

Yes, please no.

Asegúrese de estar en una posición cómoda. La teoría especializada establece que, para una ejecución óptima, es necesario mantener la espalda erguida mientras se encuentra ubicado en su banco para estar; también, colocar los pies sobre el suelo de manera que exista una separación de 40 centímetros o más entre uno y otro -entre las tersas extremidades inferiores, dicen-; además, se hace necesario ser un alfarero de la mímica: Practique ante el espejo los gestos faciales que ayudarán a  los demás a compenetrarse con sus emociones, realice esto con los ojos y haga así con la boca -siempre resulta, manifiestan-.

Tampoco olvide monitorear su respiración. Los suspiros que se realicen junto con la composición pueden ayudar a prestarle realismo a la situación. Realice cuantos suspiros sean necesarios para que la gente encuentre elocuente su interpretación -sea uno con la exhalación universal de la melancolía, recomiendan-.

Preste especial atención al asunto de las manos: unas manos delicadas, tersas con movimientos suaves y precisos ayudarán a mantener la ejecución por el tiempo que deba prolongarse. Las manos comunican tanto más que la voz y la cara, las manos traspasan -utilice sus manos como quien se aferra a un risco, con esa sutil solicitud de apremio de los dedos y la excesiva angustia que los crispa, reafirman-.

Cuanto más sea consciente de su ser en el mundo tanto más estará habilitado para manipular cada aspecto. Cuando crea haber completado cada requerimiento, recueste su cuello sobre ella. Esto brinda una imagen de serenidad y confianza, atraerá a la gente a su composición y podrán adoptarla.

Finalmente, toque. Toque con esos maniatados y desesperados dedos los hilillos que componen su realidad para crearla, para modificarla, para apropiársela. Considere aquellos hilillos que más vengan a su conveniencia, fuercelos a que sean maleables a su interpretación y omita aquellos que traten de desestabilizarla. Es más, afloje las cuerdas que componen a su realidad y cuyas notas le son desagradables de oír, deshechelas. Cree constantemente la convicción de que su realidad es genuina a través de un bello arpegio. Niéguese a alterar su realidad cuando alguien le advierta de un error en su interpretación. Recuerde: usted es un interprete incomprendido de su situación.Y sobre todo, si en algún momento, en alguna situación, por algún artilugio de la percepción, usted es consciente de todos y cada uno de los hilillos que componen su realidad como unidad total, y puede apreciar los matices de cada sonido: proceda a levantarse, lave su alfareara cara de gestos y sumerja sus delicadas y tersas manos de suicida en una tazón con agua y hielo mientras presencia el dehielamiento como quien ve televisión o navega en la Internet. Y entonces, sólo entonces, ejecute sus verdades.

-Aconsejan-

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La muerte de las pequeñas cosas

En inglés, bereavement es la sensación de haber sido robado, de ser despojado de algo valioso; equivale a quedarse abrazando un espacio vacío.

El «vacío», se dice, como si tuviese propiedades que le hiciesen ser antes que convenir con la nada. De esta forma, la nada deja de ser nada porque se transforma para ser conceptualizado como, precisamente eso, nada, que entonces se convierte en algo que no puede ser. Al escuchar esto, Descartes eleatícamente, abriría los ojos en forma sorpresiva, lanzaría un puñetazo a su estufa y sentenciaría como lo hizo en Los principios de la filosofía: «Si se pregunta cuál sería el caso  si Dios removiese toda la materia de un envase y no dejase que nada más tomase el lugar de lo que había sido desalojado, entonces la respuesta debe ser que los lados del envase serían contiguos. Pues, si no hay nada entre dos cuerpos, deben estar juntos». El Descartes zenoniano del espacio nos da cuenta que antes que abrazar un vacío, que antes que definirnos por la nada, estamos contemplando la ruptura de algo que persiste en el espacio.

En la Física, Aristóteles hace una conceptualización interesante del espacio vacío: el vacío es en realidad un movimiento extremadamente rápido, nunca hay un nada porque inmediatamente es reemplazado por algo; sin embargo, hay un pequeño intersticio entre ese algo y ese antes del algo el suficiente tiempo para que sea nada.

Pero, ¿cómo podemos decir lo que no es?, se preguntaba Wittgesnstein.

Por alguna cualidad metafísica de la evolución -hablando seriamente y no-, la humanidad está volcada hacia el vacío, hacia la contemplación de la nada como una propiedad que no puede existir más allá de nuestra concepción de lo que podría ser pero no es. Y es como situarse a 8mil metros sobre el nivel del mar, pararse sobre el risco más cercano, y percatarse de la sensación impulsiva de lazarse al vacío. ¿Es que acaso somos suicidas por antonomasia?, preguntará ingenuamente un militante del escepticismo porque no puede preguntar de otra manera.»Los suicidas por antonomasia», podría ser el título de un tratado de antropología filosófica que explicase por qué la raza humana debe ser tratada precisamente como eso, pues es la única especie que se tortura con la conciencia de su finitud, por la contemplación de que antes de ser algo era nada y que se dirige a una nada más fundamentalmente grande: la muerte.

Y sin embargo ¿a cuántos metros de nuestra existencia nos encontraremos como para vivir con la sensación perpetúa de contemplar la llamada del vacío, la «l’appel du vide» en francés? A muchos, irrefutablemente. Aun así Freud argumentaría que esto es toda la pulsión de muerte que pueda concebirse, que en ese pequeño paréntesis de la existencia, a la que llamamos vida, deben definirse sus límites por contrapartida, es decir, a través de los límites infinitos de algo que no puede concebirse en concreto: la nada. La propiedad fundamental del vacío, si hubiera tal cosa como la propiedad fundamental del vacío, sería entender los confines de la vida a través de lo que fue, de lo que nunca será y de lo que eventualmente es. Es así como creemos, sin embargo, que aunque no podamos concebir la idea de estar muertos, si podemos imaginar y temer la experiencia de morir. Más aun: podríamos decir que toda la actividad humana es, en gran medida, un modo de negar la fatal inevitibilidad de la muerte.

Colocarnos cara a cara con el precipicio indicaría que estamos dispuestos a contemplar el «Y sí…» perpetuo del dilentantismo metafísico de la non existence. Es por eso que  convenimos en lazar piedras al vacío con la intención de condicionar la posibilidad del acabose. La muerte de las pequeñas cosas no implica realizar un tratado -que no lo es- espurio sin contenido ni coherencia lógica para explicar su magnitud, obvio. Implica  anticiparse a la pérdida definitiva que no presenciaremos. Perdernos nuestra propia nada parecerá angustiante porque a resueltas cuentas fuimos algo que nunca más será. Y hacia dónde dirigirnos sino es más que a instalar un espacio vacío.

La muerte de las pequeñas cosas consiste en permutarnos de la pérdida del hálito vital con cada pérdida objetual. Contemplar la caída de una piedra en el vacío metafísico de la vida, es saber que la piedra no se ubicará en ningún lugar puesto que desciende hacia la nada; y si la nada lo absorbe dejará de ser para convertirse conceptualmente en algo que fue. Y si, antes, la propiedad fundamental del vacío no era la propiedad fundamental del vacío, ahora la propiedad fundamental del vacío se condicionaría a establecer que el vacío en realidad es el espacio que antes estuvo ocupado por algo que ya no ocupa ese lugar en el espacio. El vacío es, en realidad, la conciencia de la ausencia, la certeza de la melancolía. La pérdida del lugar en el mundo de las pequeñas cosas equivale a comprender que el vuelo de una mariposa podrá verse interrumpido por una pisada, que se pueden perder 30 minutos de tiempo durmiendo de más, que ese yogur en el refrigerador desaparecerá, que la fe en la humanidad se perderá, que el disco de Selena con todos sus éxitos dejará de tener el mismo dueño.

Pero lo que dice Aristóteles, el vacío sólo es un intersticio antes de algo más. Y así, las mariposas volverán a copular, otro día vendrá, la industria del yogur abastecerá nuevamente el refrigerador, un militante filantrópico tocará tu hombro, y alguien podrá regalarte un disco de tecno-cumbias. Y es precisamente eso, tal vez lo angustiante del vacío no es lo que fue sino la posibilidad del reemplazo, la impermutabilidad del cambio, el reordenamiento armónico de las cosas con sus espacios. De esta forma,la nada sólo «es», eventualmente.

Pero como decía el viejo Hegel: si la realidad nos parece irracional, para comprenderla necesitamos inventar conceptos irracionales.

Aporía

Dicen que existe una curiosa teoría sobre la realidad.

Que establece que todo aquello que percibimos corresponde al campo visual del tamaño de un ojo de cerradura.

Afirman, también, que todo aquello que conocemos sólo es una pequeña porción limitada de una realidad externa al observador.

Pero cuando hablamos de un ojo de una cerradura hablamos de un dispositivo destinado a tener una función particular en relación al mundo y las cosas.

Es decir, llamamos ojo de cerradura a ningún espacio inerme sin particular interés en el mundo a no existir o sí: llamamos ojo de cerradura a algún componente que se incorpora en las puertas con el fin de abrirlas al introducir una llave.

Esto nos lleva a una disertación especial, y permite comprender que la realidad no está destina a aparecer incompleta, que de alguna manera y por secretos del universo cerrajero y todo lo demás, una puerta se abre y todo el contenido que está al otro lado se deslinda en una infinidad de trazos que permita encajar nuestra porción de realidad con forma ojo de cerradura en la totalidad de una configuración compleja de cosas varias y mixtas.

Se atreven a decir, además, que no existe un método especial para fabricar esa llave y que es más, cada persona está detrás de una puerta distinta con un ojo de cerradura diferente. Así que si una persona en toda su competencia aptitudinal de cerrajería sapiéntica logra confeccionar una llave que calce a la perfección en su  ojo de cerradura y abra la puerta de la sabiduría absoluta, todo lo que conocerá será conocido por ella y por nadie más porque los otros no podrán comprender el absolutismo de todo. O sí, pero no será igual, o indistintamente lo mismo.

Aseguran a la vez que varios han intentado en la historia de la humanidad, intentar calzar sus propias formas de ojos de cerradura para armar un armazón de la misma realidad. Sabemos que han fracasado, pero todos somos el monito con la tendencia oral de las manos,  porque el reconocimiento de una realidad en absolutis in formis completis in solitaris con nuestra única forma posible de ver el mundo, intimida.

El punto aproximativo de todo es que si en algún momento logramos abrir la puerta fijada a un marco que limita el conocimiento de todo aquello que no conocemos, la primera sensación será el vacío. La realidad es una habitación de cuatro paredes en blanco. Nunca hubo un adentro cuando estábamos afuera. La realidad resultará ser todo lo que creíamos y que al final no es verdad, o que es diferente en la misma forma, todo aquello que cae en el abismo ambiguo de lo que puede ser tan verdadero como falso.

«La realidad sólo existe en el ojo del observador», dice un filosofo hambriento mientras extiende su mano. O no.

El vacío no es un punto de referencia. Es el punto de referencia.

De cualquier manera, ya habrán personas haciendo ventanas de la vista gorda en sus puertas.

De como somos todos el papa y no.

Cualquier conclusión se puede deducir de un enunciado falso.

Vamos a que Bertrand Rusell se paró un día frente a su clase y con tono severo sentenció que era el papa. Y no es que Rusell estuviese precisamente loco porque no era, en realidad, el papa: tenía tanta razón incluso si se equivocaba. Y es eso.

Esto es tanto como si estamos de acuerdo o no, con Bertri. Esto es tanto como preguntarnos qué es la razón y por qué la tenemos.

La verdad absoluta y el relativismo que la sostiene crea una ilusión óptica de la conciencia. Empezamos a estructurar enunciados incompatibles entre sí como una construcción épica de lego . Estructurar enunciados, precisamente porque la ideología se establece como un edificio simbólico sobre cimientos de imposibilidades con verbos copulativos, de ser y estar. De lego, porque el conocimiento de pareceres se constituye sobre una red simbólica universal a través de establecernos como un ser-ahí en su particularidad absoluta y patológica: la fantasía.

La ilusión óptica, en todo caso, no puede ser simétrica. La concepción de una verdad erguida a fuerza de meter una clavija redonda en una hendidura cuadrada lleva a contemplar a un testigo externo el arte conceptual de una realidad desfigurada.

Pretendemos crear modalidades obtusas de comprensión cuando en realidad sólo atendemos a la dinámica proyectiva de esquemas nucleares que confieren un proceso -ya, liado o no por  mecanismos constructivistas- de pensamiento específico. Y la gran cosa del etcétera que ya sabemos.

Experiencias, percepciones y el eso de siempre, nos llevan a esquematizar una realidad que tomamos por sentado creer conocer. Somo seres al final compenetrados en la paradoja existencial de creer que conocemos porque le inferimos un sentido esencial a las cosas que creemos conocer. Pero qué conocer al final si sólo conocemos una forma de conocimiento.

Y la intencionalidad y todo lo demás, se va al carajo porque no sé qué. Pero es esto, también.

Es tanto lo mismo como decirse que se está en un estado de desideologización, en un estado de objetivización como decir no sé. La inseguridad de una pauta previa de una realidad inmediata nos confiere el poder de especificar si al final podemos ser el papa o no. Es tanto  más válido cuanto somos conscientes de la venda de nuestros ojos y que la pata rosada del elefante , es eso, una pata y que en lugar de inferir una serie de abstracciones acerca de su forma nos sentamos en su lomo y empezamos a mandarnos por una serie de aventuras en la India. Y a todo eso, y a resultas cuentas, al regresar, le pregunten al  tipo vendado de ojos -o a nosotros que somos él-, qué fue lo qué conoció de todo para que éste responda -o respondamos con él- que no sabe porque por la venda.

Y es por eso, y es como no sabemos.

«pshhh, pshhh»

 

 

Al fin y al cabo.

Me he topado con un libro no leído por algún rincón de mi casa. Me pareció inaudito.

Una novela rosa.

La he leído.

A la postre, la historia iba de una tipa y un tipo que se conocen a la edad de más o menos 18 años, el tipo y la tipa se enamoran locamente como un amor adolescente pasional. Cogen todo el día, leen todo el día (bueno, no tanto, pero se menciona), salen con sus amiguitos de común acuerdo durante todo el día, y todo el día todo es muy feliz y placentero.

No obstante, los intereses del tipo se descarrilan por la literatura pretendiendo ser un aprendiz de escritor, viviendo mugrientamente por una aparatosa intensión de vivir solo y hacerse de sus propios trabajos; la tipa estudia y no tiene tantos intereses literarios para hacerse vivir de la literatura y se decantea por una carrera más o menos fructuosa en el campo laboral de la actualidad del libro, y claramente, los dos tipos son de clases sociales un poco discorde. En fin, oh sorpresa.

De todas maneras, a continuación de una intempestiva relación amorosa, intempestiva no por ellos precisamente, pero por observaciones de compañeros y padres -preferentemente de la tipa-, los tipos deben decidir acerca de su futuro amoroso. La tipa es una fructuosa estudiante y debe partir a seguir realizando sus fructuosos estudios en otro fructuoso lugar. El tipo se ve acojonado por la inminente alonidad total, la única «posesión» -libro de los setenta, qué desconcierto- tangencial parece diluirse de su vida. En fin, en estos disparates pancistas del tipo que ve inaudito que la tipa -«su tipa»- desaparezca de su mapa de posesiones sólo porque por una absurda necesidad de superación -psé-; la tipa se siente culpable, pero sabe que es una oportunidad que ni en muchas otras. A pesar de tantos peripecias amorosas, la tipa se va. Y el tipo sigue el curso madurativo del desarrollo designado por la naturaleza, es decir, crece.

Al cabo de algunas aventuras, cogidas frugales, intentos por hacerse un lírico novelista, en algún lugar de Europa y con una carrera no consolidada, no no, pero en los lindes de hacerlo pero no -es decir pareciera que sí pero al final no; es decir, existe un corpúsculo de lectores que después de algún tiempo morirán o se olvidaran de lo leído y nanai con su obra; es decir, puede vivir no holgadamente, pero vivir de su literatura; es decir, eso justamente- el tipo se encuentra con la tipa en alguna librería en la que el tipo daba una conferencia acerca de su libro más reciente. Una librería de barrio, hay que aclarar. Tal vez el librero resultara su amigo y que viéndolo tan convaleciente de pobreza e infortunada suerte literaria le halla trazado algún espacio sin las mayores galas en su librería. En todo caso, no habrían muchas personas como se puede imaginar, y seguramente la tipa pasaba por ahí porque viviera cerca o acabara de bajar de algún piso de algún amante y divisó la librería y sintió una irreductible curiosidad por avisarla. El caso es que no estaba ahí precisamente por el tipo. Bueno, el tipo la reconoce porque en su fuero más interno aún conservaba la imagen de su tierna flor que le quitó la virginidad; al cabo  de un mutismo de reconocimiento y siendo apedreado por los recuerdos más sentimentales, dice su nombre. La tipa se voltea, dice su nombre en forma interrogativa, que no se lo pueden creer, que la conferencia se acaba ahí seguramente porque de eso no se dice nada, que después resultan en una cafetería. Qué tal, durante la conversación se cuentan su vida y gran cosa no es. La tipa es exitosa, el tipo no. La tipa lo tiene todo, el tipo no. En fin, cosas como esas. La tipa seguramente se da cuenta de que es un perdedor malagueño, porque de eso tampoco se dice nada, -es decir, de lo que piensa la tipa del tipo- y en eso que se levanta se despide y ni que sus santos ni sus señas, desaparece de la vida del tipo, de nuevo.

A fin de cuentas, ahora tenemos de nuevo a un tipo que sufre y sufre y relativamente -porque hay que ver que para tanto no es- porque su vida se va al desagüe. Pero entonces,  épifanicamente sueña, en cierta ocasión, a la tipa y la tipa en el sueño le dice claro, cosas empalagosas y dirty dirty sfuff -bueno, no, pero seguramente se omitió- y también, le dice que lo haga, y el tipo le pregunte que qué, que desde que ella apareció de nuevo en su vida nada de nada -y aquí la lectora se imagina que no se le empalma pero resulta que no ,que no era eso porque- «escribir ahora me resulta más difícil», contesta. Habría que suponer que para llegar de una afirmación hasta esta otra existió cierta conexión telepática entre los dos tipos, en el sueño porque de eso tampoco se menciona nada, es decir, lo de la escritura. Al momento siguiente, el tipo despierta y se ve empañado en un ejercicio de voluntad irracional por escribir sin saber ciertamente sobre qué. Y empieza y termina y resulta ser la novela que se está leyendo. Que se publica, que es «exitosa» -sabemos que no- y en fin hace que vuelva la tipa de su vida y de sus sueños porque la dedicación del libro tocó su bello corazoncillo de mujer exitosa. Y hay besito y de todo y algarabía, y una reflexión al lector que se ve sumergido confusamente en una historia que cuenta está misma historia en la historia de la novela.

Finalmente, absurdo, y desagradablemente cortazariano.

En último lugar, todo esto me ha hecho pensar sobre los estándares de los amores juveniles, en algún momento todos necesitaríamos de un amor irreflexivo que conserváramos con total pujanza y que la idea de recomenzar porque el termino no se debió a ninguno de los dos sino a las circunstancias siguiera fresquiando en la memoria como el recuerdo dulce de la brisa más cálida de verano; cosas abyectas como esa cruzaban mi mente siendo consciente que la vida se ve empañada por las vicisitudes y que el amor es el único elemento regio que sobrevuela y clarifica todo ese estrépito de vivir, además de brindar paz y consuelo; mientras reflexionaba de esa manera terminé la novela y me tire a vomitar o si no era un ictus.

En fin, he llegado a la conclusión que yo no poseo pujanzas amorosas que desearía recomenzar en una edad madura o no tan madura. Que todas esas pujanzas amorosas ya están muy bien pasadas como están y es un poco lamentable la verdad; lamentable porque se ha perdido la oportunidad de ocultarse tras el trasiego madurativo de la corteza pre frontal y adoptar conductas impulsivas, darse sin contar con los dedos, ni atender a las pretensiones del tiempo. Pero no. Y que bueno, ciertamente.

Después de todo, ahora es esperar a los ochenta y alguna enfermedad demencial para el pretexto.

En definitiva,  me avergüenzo del aburrimiento que me llevó a leer una novela rosa de tal calaña y a escribir esto.

Si bien se mira, de todos modos al final de cuentas; sin embargo, a pesar de todo, a pesar de esto.

Nacer bien

¿Serías capaz de terminar con todo y empezar la vida de nuevo? Elegir una cosa, una sola cosa y ser fiel a ella. Pretender llevarlo a cabo con éxito. Algo que lo abarque todo, porque tu fidelidad lo hace infinito. ¿Serías capaz?

 Película 8 1/2  – Federico Fellini

Era palpable la ocasión para escribir acerca de Fellini y su compenetrante influencia sobre el estado existencial de las cosas. Y el séptimo arte.

Pero meh.

En su lugar me he puesto a pensar que a lo mejor somos los pequeños animalunculos vistos desde el lente de un tal leeuwenhoek, que se suceden en una espiral interminable de caos. Y autodestrucción, porque de qué otro modo. Y que, de forma mucho más sintética y estética, el caos es traspasado de manera ecléctica -drama, comedia, psicología de los cuerpos que se mueven en una espiral interminable de caos y autodestrucción y que, por ello, se suceden así mismos para continuar con la espiralidad de la situación- es traspasado pues a una pantalla grande para ser contemplados por los contemplados animalunculos. En fin.

El caso es que Leeuwenhoek y Fellini no estarían alejados por un gran trecho de invención. Que Leeuwenhoek pudo pasar su vida en un ambiente burgués del siglo diecisiete, comiendo perdices mientras hacia sus lentes de aumento doscientas veces superiores a los otros, enviando sendas cartas a la royal society para exponer los detalles encontrados en sus inspecciones, mientras que por lo bajo buscaban la inmortalidad de su condición a través de la exposición de los nimios mecanismos que se ajustan a las irreverentes condiciones de la existencia. Descubriendo espermatozoides, también, porque Leeuwenhoek no pudo imaginar que un día alguien traspasaría el umbral de su dependencia de telas de alta cuality para consultar, claro, la calidad de los hilos, de las fibras, en fin la tejeduría en general y acabó encontrando pequeñas especies, semillas del ser de la época, que pululaban en las telas de algún comerciante, de algún cliente que afanado por las condiciones de la necesidad de sucederse así mismo o por la gratificación que proporciona esa necesidad instintiva pero razonada como una necesidad no reductiva a instintos básicos biológicos; un cliente, un comerciante que momentos antes de entrar a la tienda, en alguna trastienda, en algún callejón de la Choorstraat, o bien cruzando por la Halsteeg, o cerca de Voldersgracht había desahuciado sus instintos básicos biológicos viniéndose fuera, justamente sobre las telas a evaluar, lo que explicaría todo. Pero no explicaría por qué en alguna trastienda, en algún callejón de la Choorstraat, o bien cruzando por la Halsteeg, o cerca de Voldersgracht y no en alguna buhardilla, en alguna casa particular, en algún cuarto en alquiler, con alguna amiga, conocida, pareja actual unida a él por los cánones de la época, o alguna persona unida al acto por cierta preferencia sexual u otros objetos de preferencia fetiche. O que tal vez, todo se explicara trasladando la polución de animalunculos sobre las telas en alguna estación de tren como acto de amor, como acto de despedida, el último polvo hasta el próximo que reivindicara una pasión aun no fagocitada por la rutina, con alguna amante, alguna amiga, conocida, esposa de condición o cualquier otra persona unida al acto por cierta preferencia sexual. Lo cierto es que los espermatozoides animalunculos pululaban en las telas en el momento de la inspección, y Leeuwenhoek los contempló en una espiral interminable de caos. Y autodestrucción.

En fin, Leeuwenhoek se dio con fidelidad a un acto hobby desprestigiado por colegas uber, post de la ciencia de la época que no veían en su acto de curiosidad y descripción de detalles ínfimos  la seriedad del rigor científico, un acto de pretensión que impedían a éstos inspeccionar con igual curiosidad y ahínco. En fin, digo. El descubrimiento de Leeuwenhoek hizo desestabilizar la tesis del mundo que condicionaba el pensamiento de la época. Y que claro este descubrimiento que no era necesario que se descubriera para que su mecanismo siguiera produciendo vida junto con el mecanismo activo de los gametos femeninos. En fin, de nuevo. Estos mecanismos intrínsecos, al menos en parte descubiertos por Leeuwnehoek, dieron vida a Fellini y a cualquier otro y otra. Lo que nos lleva a que  Leeuwenhoek y Fellini no estarían alejados por un gran trecho de invención. O únicamente sólo por eso.

Únicamente sólo por eso no, lo de la invención, porque ambos dieron rienda suelta a estándares de tesis personales acerca del mundo que tiene la gente. Y con la invención de una persona que se dio con fidelidad a su acto originó una eclosión evolutiva de lentes que dieron como resultado la cámara filmográfica; lentes de aumento que detallaran la presencia de gametos masculinos y anidados los óvulos de alguna Jeanne Josephine Costille darían como resultado, también, el nacimiento de los hermanos lumière. En fin, por quinta vez. Son detalles que no trataré aquí porque están en los libros de historia y la internet. Fuentes fidedignas y confiables en todo caso que resultan ser el ojo del pasado con cierta carga de -quiero decirlo, sí- subjetividad.

A lo que quiero llegar, en realidad, es que en la contemplación de mi vida como una cíclica sucesión infinita de eventos biográficos he tenido nausea y he vomitado simplemente porque no me he dado con fidelidad a alguna cosa en particular que cambie el panorama existencial de las cosas en general.

Tal vez, porque he imaginado la terminación de mis días a los 58 años, en alguna bañera, y con las venas en flor. Quién sabe.

O mejor, que dado a un arranque de rigor cosmopolita me eché a andar por el mundo sin pretensión maslowiana de superación ni nada, trabajando de camarera en restaurantes de paso, ahorrando lo suficiente como para colocarme la etiqueta cosmopolitania en la frente de mí existencia, y que al final de tanto ver y estar, de tanto vivir la plenitud del mundo sin ninguna capacidad de asombro, tirarme por algún risco de Suecia, o ahogarme en algún trasiego del Rin. Quién sabe.

En fin, autodestrucción.

Pero claro, tampoco.

anigif

Espacios circunstanciales llenos de toda la suspensión innecesaria de acontecimientos que son porque a qué más pueden corresponder cuando son reducidos a más nada.

Como una buena esteta del equívoco, remito lo bonito a lo circunstancial.

Lo crucial, no es entonces conocer la esencia objetiva de la belleza. Lo crucial es saber que, un día, una se levanta sabiendo que, aún, en el lastre caótico del mundo las cosas bonitas perduran. Y bonitas porque necesitan serlo; bonitas porque le conferimos todo el sentido necesario para que lo sean.

En estos aparatosos y desvariados componentes de la bonitidad, una reconoce lo bonito que es tener espacios de refugio. Espacios de refugio de presencia corpórea que no remitan a un dispositivo virtual, sustancias psicoactivas o contenidos literatos de cosas hondas y profundas sobre cosas. Que sea pues, un ser, estar y pertenecer desde el sentido materialista completo sustentado en el contenido de las ideas -si lo ponemos desde esos términos, ovcours-, y qué bonito que es.

Es bonito porque en la primera oportunidad que se tiene, una busca  refugiarse a su espacio corpóreo de afrontamiento evitativo y minimizador. Y qué bonito.

Bonito también, porque una consciente como se es que sobre dieciséis pisos encima y lejos de todo pero en el centro, una ve lo demás desde una proporción diminuta mediada por enlaces y distancias de consecuencias, y qué bonito.

Bonito, en realidad, porque el espacio es un espacio de pérdida y reconocimiento. Un espacio de escondite de lo que se es entre todo lo que existe mientras perdura la capacidad de comprender y comprendernos. Y lo bonito que lo hace.

Lo hace bonito,  porque el lastre caótico del mundo, no lo toca; no se hace parte del mundo, pero el mundo lo sustenta porque de qué otra forma. Existe en la marginalidad del acontecer que termina haciéndolo bonito.

Termina haciéndolo bonito, porque el descubrimiento de su locación significa que una se ha desviado del acontecer natural de las circunstancias aunque no exista tal cosa, pero desde la objetividad que confiere lo subjetivo, esa es una manera de verlo bonito.

Y verlo bonito de esa forma significa que una no es la única y total poseedora del conocimiento de la bonitidad de los espacios de refugio.

Que lo hace bonito y común -componente reinante de la bonitidad- y en esos espacios comunes  una comúnmente se evade de lo cotidiano y su potencial reacción de angustia, y qué bonito.

No sé.