No hay nada que nos amargue más que la certeza de saberse escudriñado.
Que nos enfrascamos en nuestros conflictos con la determinación escatológica de pudrirnos con ellos. De llegar a un punto de vencimiento y ser descartados ecuatitativamente porque tal.
Ecuatitativamente, porque esta palabra no existe. Pero sobre todo y más, porque la etiquetación de sabernos pasados en una estantería de exposición nos permite evadirnos.
Nos permite evadirnos porque afrontamos la interacción pública de ser escogidos atrás de toxinas botulínicas que permiten el descarte. Porque es que claro, nadie quiere fallos nerviosos de lidiar con nosotros. Nadie quiere la exposición a personas tóxicas que hacen metástasis con sus conflictos. Nadie quiere podredumbre pulida con orgullo.
Con orgullo, no -y por tanto- determinante; que consciente estamos que vendrá alguien que sabrá cómo desenroscar la tapa y entonces sí. Y entonces sí, nos apremia aprender a desenroscar la conserva de putrefacción idiosincrática sin el otro. Aunque también lo otro.
También lo otro, porque mientras lanzamos nuestras esporas tóxicas al espacio circundante lo hacemos bajo la negación de poseer una esperanza muy mal que bien escondida.
Y así y con eso y mientras nos deshacemos en deshacer todo, nos encontramos con alguien, y entonces el entonces sí: Caemos en la amargura de sabernos escudriñados, que alguien logra ver a través de nuestro paño de podredumbre y que descubre algo más que algo que se asemeje a mierda; y las defensas y las toxinas, no son suficientes y no surgen el efecto de siempre. Y mientras desgatamos los recursos psíquicos de la evitación, no evitamos ver que el otro sigue impávido y entendiéndolo.
Entendiendo lo que nosotros hemos entendido siempre. El punto de agotamiento luego de entender que alguien más soporta lidiar con tanta podredumbre ya no nos pudre tanto. Y esto nos pudre.
Pero también lo otro. Reivindicamos nuestros derecho a relacionarnos.
Una linda puta mierda, lo cierto.