Pan’s Labyrinth Soundtrack

Qué solos estamos.

En serio.

Pero la soledad no es una burbuja como se pinta. La soledad es un pozo con paredes negras y un piso cuadriculado en el que te sientas con las piernas en mariposa, a la espera de algo que no es alguien. Un pozo que se extiende hacia abajo cada que una de las cabezas de las voces se asoman por la abertura para hablarte.

Hay reverberancia, hay eco, pero nunca consonancia.

Pequeñas cabezas en círculo que miras-mirándote fijamente en tanto te alejas; no como quien da unos pasos y se acerca a un horizonte indivisible. Sino como quien baja los escalones, en oscuridad perpetua mientras se siente la fría mirada de alguien que no está.

Diminutas cabezas en orden geométrico circunsférico, instigándote por el porqué ontológico de las cosas que te hacen, que te convierten en alguien que desciende inevitablemente por un pozo de revestimiento negro y piso cuadriculado, de paredes que no están porque son hechas de vacío.

Es un vacío que no deja tocarse. Un pozo redondo de cosas que no están allí, una circunferencia estructurada por cosas incomunicables.

Desde allá arriba, sigues escuchado sus voces, te apuntan con el dedo. Te culpan.

Si sólo tuvieras el pañuelito scout de la vida que te ponen cuando te enseñan cómo llevarla -más insignias- te dices; aunque nunca sea cierto, claramente.

Lo nunca es cierto es lo de la vida, sí lo de las insignias- dice alguien allá arriba.

Estaremos todos, al final, en un pozo ciego. Vecinos sin fondo ni espacio, tratando de comunicarnos con ecos que nunca nos alcanzan.

Serán las voces, entonces, sólo los temores que nos hunden.

Será la consecuencia de convivir y convalecer la misma vida que no es única y que nunca es de uno. Que al final tampoco sabemos como ensamblar y la carga de esa pieza siempre nos deja en un pozo de revestimiento oscuro, sin paredes pero sí vacío.

Qué puñeteramente solos estamos, en serio.

 

νόστος: volver al inicio del mal.

Existe una sensación básica: entrar a una trastienda  y justo en el instante en el que abres la puerta, una campanilla hace un sonido estridente; en ese momento, estarás seguro que tendrás ojos puestos en la inusitación que ha provocado tu presencia, que posiblemente alguien con solicitud apremiante, antes que logres dar tres pasos de más, te interpele acerca de las necesidades que te orillaron a aproximarte a ese lugar en específico, durante ese lapso en especial. Pero tal vez, la realidad de la necesidad revele algo diferente, seguramente, minutos antes de aproximarte a la puerta y provocar un sonido estremecedor en el interior de una apacible tienda, el aparador te mostraba un objeto profusamente interesante y haría que los músculos de tu voluntariosa curiosidad se detuvieran en el letrero «empuje» de la puerta principal y procedieras a realizar determinada acción para introducirte en el lugar que contenía el foco de tu interés. Entonces, en el interior, bajo la sombra del duditativo procedimiento protocolario social de transacciones comerciales y ante la pregunta del dependiente afanado por conocer tus requerimientos inmediatos, respondes con un tono mustío y esquivo «sólo estoy viendo».

El sentimiento de inadecuación incrementa, cuando la figura, que en este caso representa al pardigma del servilismo clientelar, te sigue desde una distancia prudencial como tratando de traspasar esa barrera tan complicada de la intepretación del marco referencial del otro para lograr acceder a los verdaderos y más profundos deseos de una alteridad que se muestra bajo los mismos términos subjetivos compartidos y que juntos parecen crear una realidad objetivable. Empiezas a sentirte incómodo con la sensación de estar siendo escrudiñado, por considerar la posiblidad abierta que una mirada podría reflejar todos tus más absurdos secretos a través de una apariencia externa inhabilitada para transmitir más de lo que estás dispuesto a comunicar, pero aún así recurres a la paranoia social con la intención de atenuar la sensación de olvido y soledad que provoca una sociedad dada al anonimato. Recorres el lugar con una parsimoniosa actuación de desinteresado interés, curvando levemente la boca para denostar un entusiasmo contenido por la oportunidad de aproximarte a  cosas que no piensas obtener, mientras todo te figura absurdo porque te permites perfilar una farsa que al cabo estás obligado a llevar.

Algo parecido pasaba cuando tenía ocho años. Ocho años y conocía a Snicket.

Antes de seguir: es posible que esto se convierta en una nota rosa de innumerables tintes nostálgicos que pondrán en entredicho una estabilidad mental envidiable. Es posible también que sólo quiera darle de lata.

Cuando eres una cría y no tienes a tu alcance los medios de producción necesarios para sobresalir exitosamente en una sociedad ruín y competitiva, a veces, lees. También juegas pero sobre todo lees. Comienzas encontrándote con gente seria y sombría que colocan una pauta muy específica sobre la realidad, Poe a los ocho, Dostoyevski a los 10, Sade a los 12. Pero también tienes las oportunidad de concederte un desarrollo psiquíco a partir de la elección de un cuento preferido. Y eres tú o los Grimm, o Perrault o los libritos básicos de alfaragua infantil o el barco de vapor.

Los cuentos tienen la oportunidad de satisfacer necesidades inconscientes. Históricamente, los cuentos fueron pensados para los adultos, relatos bagres e insanos que alimentaba el apremio más abyecto del ego. El contenido de un cuento era la peor versión de un guión para una película de von Trier. Animalidades en escena, sadismo y desventura hasta que llegaron los chapmen con sus chapbook, quienes consideraron que una versión más recatada, menos culta, con menor contenido era una magnífica obtención para los pueblerinos. Terminaron siendo para niños. En La bruja debe morir, Cashdan (2000) previene que las sensaciones espeluznantes proporcionadas en un cuento de hadas reflejan los dramas del mundo interior de un niño. Leer un cuento es hacer frente a un conflicto interno. Estar a merced de la desventura -magnificando la fantasía del abandono- permite desarrollar una lucha de partes psiquícas representadas entre los personajes, el eterno equilibrio entre el bien y el mal, la sinuosa carrera por la integración del objeto kleiniano.

Existirán en este mundo algunos críticos sobre cuentos de hadas que hablarán sobre la saga de Snicket y apuntarán que no es ningún cuento de hadas por la ausencia de elementos mágicos. Rowling y sus libros podrán serlo, señorita, pero ¿Snicket?, nt nt nt. Moverán la cabeza con signo de desaprobación, ajustarán su monóculo, y sacarán un gran y polvoriento libro de un anaquel cercano para enseñar las reglas básicas de un cuento, pero aún así.

Aún así, tesis doctorales tratarán sobre la saga de los niños baudelaire señalándola como un recurso realista que considera que el ingenio puede con el infortunio, pero no lo aplaca porque de forma simple y básica en la vida nunca existirán los finales felices.

De cualquier manera, el infortunio tiene una cara doble. El concepto de mala suerte – posiblemente, un complot de marketing de los años veinte para elevar la compra de escaleras portátiles, espejos resistentes y descender la polución de gatos negros callejeros- es ambiguo, no puede conjeturarse que un acto de mala suerte para alguien lo sea para alguien más. Los ejemplos básicos que le atañen no pueden buscarse fácilmente en un diccionario. Mala suerte, dícese de algo adverso, por ejemplo: «Tengo tan mala suerte, Charlie, me ha caído un perno de hierro en la cabeza.», sin embrago en este caso, creo que todos estaríamos de acuerdo en considerar que un perno en la cabeza es un tremendo acto de pelotudez del destino. Esto o lo otro, los ambages que permean los límites subjetivos del concepto «infortunio» dependerán de lo que se considere «malo». Y aunque queramos vivir en una correspondiente negación absolutista, algunos tenemos un marco de conceptualización bastante amplio para aquello que puede parecernos adverso, o es que de verdad tenemos una suerte del demonio. En cualquier caso,  un beso a Snicket.

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Chasdan, S. (2000). La bruja debe morir. Madrid: Editorial Debate, S.A.*

*Efectivamente, sólo quiero darla de lata.

Hace tiempo de lechuzas

El silencio es otra suerte de comunión.

El susurro es la extensión de un grito ahogado.

La palabra es el agente de lo no dicho.

¿?

Existe una ley que forma parte de la teoría de la información, ella específica que la aparición de una letra «a» – por ejemplo- no implicaría que su significado sea»a», por cierto, sino «no b a z». La premisa es una simplificación básica que denota que el significado de las cosas se comunica por aquello que no es comunicado. Por deducción natural, indicaría que ante el silencio no estamos no comunicando algo sino comunicándolo todo.

Y por eso, precisamente: silencio.

El peso de las cosas y su significado no podrían denotar lo mismo si se pronuncian, serían algo -seguramente- pero no aquello que por extensión significaría para el otro como para mí misma. Para solventar la paradoja que cuando decimos no decimos más que aquello que no estamos diciendo, prefiero callar.

Callar, no como la ausencia de asertividad  que impide expresarse sino por la consideración e importancia que se le da al vacío como oportunidad de uso. El valor del espacio vacío lo explica Lao Tse, diciendo: «Treinta radios se encuentran en el cubo de rueda: en la nada que hay allí reside el que pueda utilizarse el carruaje. Se hace arcilla y con ella vasijas: en la nada que hay allí reside el que puedan utilizarse las vasijas. Se rasga una pared con puertas y ventas para hacer habitaciones: en la nada que hay allí reside el que la habitación pueda utilizarse. Por eso, el ser es de utilidad, pero el no ser hace posible su uso» (Tao Teh Ching, Cap. 11).

¿Y para qué el silencio? ¿Para qué se necesita no decir lo no dicho a través de decir cosas?

Porque, precisamente, hablar, duele.

Pero, más específicamente, duele nombrar. No se trata de decir  sino de nombrar y delimitar un algo. Hacerlo real mediante la palabra, darle sentido y significado llenando espacios vacíos que pueden utilizarse para llenarse con sentidos y significados ambiguos provenientes del silencio.

El silencio y su capacidad cuántica de significar y no, puede proveernos de un salvavidas de explicaciones. La teoría especializado en tratados de psicología diría lo contrario, sobrepasar un evento emocionalmente perturbador se consigue hablando, el principio catártico de la histeria de Freud. La teoría complementaria explica que es necesario hablar, decir y nombrar hasta que hablar y decir y nombrar deje de doler.  Isak Dinesen, una relatora danesa de cuentos -y  citada impunemente en Hannibal-, nos dice que para soportarse, todas las penas deben ponerse en una historia, contar sobre ellas.

¿Qué digo yo?, callemos.

Posiblemente sea el consejo más contraproducente en un post de cosas. Porque callar ahoga, pero nombrar no salva.

Y nombrar no salva porque partir de la premisa del dolor para detallar sólo condiciona a enviar mensajes desestructurados de los hechos, a hilvanar historias mentales de la mejor versión que no dirá lo que queremos que diga si no todo aquello que ocultamos con lo dicho. Nombrar sólo ayuda a estructurar una mentira, a jugar con la fantasía y extender la realidad. Y claramente, me niego a negar diciendo.

Y no estoy diciendo nada porque este post es el más personal que he hecho al tratar de ocultar lo que necesito nombrar. No pudo decir que he pasado por la peores semana desde que existo pero tampoco puedo asegurar que por un lapso de existencia puedan haber peores. El fracaso, la enfermedad de alguien y el existencialismo puro se han encargado de triturar lo que la vida se empeña en comunicarnos: la aceptación. Pero para aceptar una cosa hay que hablarla, nombrarla, decirla, utilizar ese vacío de uso del que habla Lao Tse y hacerlo espacio de algo que se ha hablado,  nombrado, dicho. La negación a hablar proviene de que no puedo aceptar las cosas como me son dadas -sin citar a Cortázar- para hacer de ellas versiones virtualmente mejoradas o escindidas de lo que ocurre.

Callar es evitar reproducir «eso» en una cadena de significantes. Callar es evitar abrir vórtices dimensionales donde las cosas ocurren bajo la perspectiva de distintos detalles y elaboraciones. Callar es mantener una versión rígida de la realidad.

Callar no es negar es, finalmente, aceptar.

Como última instancia, que nunca nos falte el drama.

Yes, please no.

Asegúrese de estar en una posición cómoda. La teoría especializada establece que, para una ejecución óptima, es necesario mantener la espalda erguida mientras se encuentra ubicado en su banco para estar; también, colocar los pies sobre el suelo de manera que exista una separación de 40 centímetros o más entre uno y otro -entre las tersas extremidades inferiores, dicen-; además, se hace necesario ser un alfarero de la mímica: Practique ante el espejo los gestos faciales que ayudarán a  los demás a compenetrarse con sus emociones, realice esto con los ojos y haga así con la boca -siempre resulta, manifiestan-.

Tampoco olvide monitorear su respiración. Los suspiros que se realicen junto con la composición pueden ayudar a prestarle realismo a la situación. Realice cuantos suspiros sean necesarios para que la gente encuentre elocuente su interpretación -sea uno con la exhalación universal de la melancolía, recomiendan-.

Preste especial atención al asunto de las manos: unas manos delicadas, tersas con movimientos suaves y precisos ayudarán a mantener la ejecución por el tiempo que deba prolongarse. Las manos comunican tanto más que la voz y la cara, las manos traspasan -utilice sus manos como quien se aferra a un risco, con esa sutil solicitud de apremio de los dedos y la excesiva angustia que los crispa, reafirman-.

Cuanto más sea consciente de su ser en el mundo tanto más estará habilitado para manipular cada aspecto. Cuando crea haber completado cada requerimiento, recueste su cuello sobre ella. Esto brinda una imagen de serenidad y confianza, atraerá a la gente a su composición y podrán adoptarla.

Finalmente, toque. Toque con esos maniatados y desesperados dedos los hilillos que componen su realidad para crearla, para modificarla, para apropiársela. Considere aquellos hilillos que más vengan a su conveniencia, fuercelos a que sean maleables a su interpretación y omita aquellos que traten de desestabilizarla. Es más, afloje las cuerdas que componen a su realidad y cuyas notas le son desagradables de oír, deshechelas. Cree constantemente la convicción de que su realidad es genuina a través de un bello arpegio. Niéguese a alterar su realidad cuando alguien le advierta de un error en su interpretación. Recuerde: usted es un interprete incomprendido de su situación.Y sobre todo, si en algún momento, en alguna situación, por algún artilugio de la percepción, usted es consciente de todos y cada uno de los hilillos que componen su realidad como unidad total, y puede apreciar los matices de cada sonido: proceda a levantarse, lave su alfareara cara de gestos y sumerja sus delicadas y tersas manos de suicida en una tazón con agua y hielo mientras presencia el dehielamiento como quien ve televisión o navega en la Internet. Y entonces, sólo entonces, ejecute sus verdades.

-Aconsejan-

dddddd

Al fin y al cabo.

Me he topado con un libro no leído por algún rincón de mi casa. Me pareció inaudito.

Una novela rosa.

La he leído.

A la postre, la historia iba de una tipa y un tipo que se conocen a la edad de más o menos 18 años, el tipo y la tipa se enamoran locamente como un amor adolescente pasional. Cogen todo el día, leen todo el día (bueno, no tanto, pero se menciona), salen con sus amiguitos de común acuerdo durante todo el día, y todo el día todo es muy feliz y placentero.

No obstante, los intereses del tipo se descarrilan por la literatura pretendiendo ser un aprendiz de escritor, viviendo mugrientamente por una aparatosa intensión de vivir solo y hacerse de sus propios trabajos; la tipa estudia y no tiene tantos intereses literarios para hacerse vivir de la literatura y se decantea por una carrera más o menos fructuosa en el campo laboral de la actualidad del libro, y claramente, los dos tipos son de clases sociales un poco discorde. En fin, oh sorpresa.

De todas maneras, a continuación de una intempestiva relación amorosa, intempestiva no por ellos precisamente, pero por observaciones de compañeros y padres -preferentemente de la tipa-, los tipos deben decidir acerca de su futuro amoroso. La tipa es una fructuosa estudiante y debe partir a seguir realizando sus fructuosos estudios en otro fructuoso lugar. El tipo se ve acojonado por la inminente alonidad total, la única «posesión» -libro de los setenta, qué desconcierto- tangencial parece diluirse de su vida. En fin, en estos disparates pancistas del tipo que ve inaudito que la tipa -«su tipa»- desaparezca de su mapa de posesiones sólo porque por una absurda necesidad de superación -psé-; la tipa se siente culpable, pero sabe que es una oportunidad que ni en muchas otras. A pesar de tantos peripecias amorosas, la tipa se va. Y el tipo sigue el curso madurativo del desarrollo designado por la naturaleza, es decir, crece.

Al cabo de algunas aventuras, cogidas frugales, intentos por hacerse un lírico novelista, en algún lugar de Europa y con una carrera no consolidada, no no, pero en los lindes de hacerlo pero no -es decir pareciera que sí pero al final no; es decir, existe un corpúsculo de lectores que después de algún tiempo morirán o se olvidaran de lo leído y nanai con su obra; es decir, puede vivir no holgadamente, pero vivir de su literatura; es decir, eso justamente- el tipo se encuentra con la tipa en alguna librería en la que el tipo daba una conferencia acerca de su libro más reciente. Una librería de barrio, hay que aclarar. Tal vez el librero resultara su amigo y que viéndolo tan convaleciente de pobreza e infortunada suerte literaria le halla trazado algún espacio sin las mayores galas en su librería. En todo caso, no habrían muchas personas como se puede imaginar, y seguramente la tipa pasaba por ahí porque viviera cerca o acabara de bajar de algún piso de algún amante y divisó la librería y sintió una irreductible curiosidad por avisarla. El caso es que no estaba ahí precisamente por el tipo. Bueno, el tipo la reconoce porque en su fuero más interno aún conservaba la imagen de su tierna flor que le quitó la virginidad; al cabo  de un mutismo de reconocimiento y siendo apedreado por los recuerdos más sentimentales, dice su nombre. La tipa se voltea, dice su nombre en forma interrogativa, que no se lo pueden creer, que la conferencia se acaba ahí seguramente porque de eso no se dice nada, que después resultan en una cafetería. Qué tal, durante la conversación se cuentan su vida y gran cosa no es. La tipa es exitosa, el tipo no. La tipa lo tiene todo, el tipo no. En fin, cosas como esas. La tipa seguramente se da cuenta de que es un perdedor malagueño, porque de eso tampoco se dice nada, -es decir, de lo que piensa la tipa del tipo- y en eso que se levanta se despide y ni que sus santos ni sus señas, desaparece de la vida del tipo, de nuevo.

A fin de cuentas, ahora tenemos de nuevo a un tipo que sufre y sufre y relativamente -porque hay que ver que para tanto no es- porque su vida se va al desagüe. Pero entonces,  épifanicamente sueña, en cierta ocasión, a la tipa y la tipa en el sueño le dice claro, cosas empalagosas y dirty dirty sfuff -bueno, no, pero seguramente se omitió- y también, le dice que lo haga, y el tipo le pregunte que qué, que desde que ella apareció de nuevo en su vida nada de nada -y aquí la lectora se imagina que no se le empalma pero resulta que no ,que no era eso porque- «escribir ahora me resulta más difícil», contesta. Habría que suponer que para llegar de una afirmación hasta esta otra existió cierta conexión telepática entre los dos tipos, en el sueño porque de eso tampoco se menciona nada, es decir, lo de la escritura. Al momento siguiente, el tipo despierta y se ve empañado en un ejercicio de voluntad irracional por escribir sin saber ciertamente sobre qué. Y empieza y termina y resulta ser la novela que se está leyendo. Que se publica, que es «exitosa» -sabemos que no- y en fin hace que vuelva la tipa de su vida y de sus sueños porque la dedicación del libro tocó su bello corazoncillo de mujer exitosa. Y hay besito y de todo y algarabía, y una reflexión al lector que se ve sumergido confusamente en una historia que cuenta está misma historia en la historia de la novela.

Finalmente, absurdo, y desagradablemente cortazariano.

En último lugar, todo esto me ha hecho pensar sobre los estándares de los amores juveniles, en algún momento todos necesitaríamos de un amor irreflexivo que conserváramos con total pujanza y que la idea de recomenzar porque el termino no se debió a ninguno de los dos sino a las circunstancias siguiera fresquiando en la memoria como el recuerdo dulce de la brisa más cálida de verano; cosas abyectas como esa cruzaban mi mente siendo consciente que la vida se ve empañada por las vicisitudes y que el amor es el único elemento regio que sobrevuela y clarifica todo ese estrépito de vivir, además de brindar paz y consuelo; mientras reflexionaba de esa manera terminé la novela y me tire a vomitar o si no era un ictus.

En fin, he llegado a la conclusión que yo no poseo pujanzas amorosas que desearía recomenzar en una edad madura o no tan madura. Que todas esas pujanzas amorosas ya están muy bien pasadas como están y es un poco lamentable la verdad; lamentable porque se ha perdido la oportunidad de ocultarse tras el trasiego madurativo de la corteza pre frontal y adoptar conductas impulsivas, darse sin contar con los dedos, ni atender a las pretensiones del tiempo. Pero no. Y que bueno, ciertamente.

Después de todo, ahora es esperar a los ochenta y alguna enfermedad demencial para el pretexto.

En definitiva,  me avergüenzo del aburrimiento que me llevó a leer una novela rosa de tal calaña y a escribir esto.

Si bien se mira, de todos modos al final de cuentas; sin embargo, a pesar de todo, a pesar de esto.

Nacer bien

¿Serías capaz de terminar con todo y empezar la vida de nuevo? Elegir una cosa, una sola cosa y ser fiel a ella. Pretender llevarlo a cabo con éxito. Algo que lo abarque todo, porque tu fidelidad lo hace infinito. ¿Serías capaz?

 Película 8 1/2  – Federico Fellini

Era palpable la ocasión para escribir acerca de Fellini y su compenetrante influencia sobre el estado existencial de las cosas. Y el séptimo arte.

Pero meh.

En su lugar me he puesto a pensar que a lo mejor somos los pequeños animalunculos vistos desde el lente de un tal leeuwenhoek, que se suceden en una espiral interminable de caos. Y autodestrucción, porque de qué otro modo. Y que, de forma mucho más sintética y estética, el caos es traspasado de manera ecléctica -drama, comedia, psicología de los cuerpos que se mueven en una espiral interminable de caos y autodestrucción y que, por ello, se suceden así mismos para continuar con la espiralidad de la situación- es traspasado pues a una pantalla grande para ser contemplados por los contemplados animalunculos. En fin.

El caso es que Leeuwenhoek y Fellini no estarían alejados por un gran trecho de invención. Que Leeuwenhoek pudo pasar su vida en un ambiente burgués del siglo diecisiete, comiendo perdices mientras hacia sus lentes de aumento doscientas veces superiores a los otros, enviando sendas cartas a la royal society para exponer los detalles encontrados en sus inspecciones, mientras que por lo bajo buscaban la inmortalidad de su condición a través de la exposición de los nimios mecanismos que se ajustan a las irreverentes condiciones de la existencia. Descubriendo espermatozoides, también, porque Leeuwenhoek no pudo imaginar que un día alguien traspasaría el umbral de su dependencia de telas de alta cuality para consultar, claro, la calidad de los hilos, de las fibras, en fin la tejeduría en general y acabó encontrando pequeñas especies, semillas del ser de la época, que pululaban en las telas de algún comerciante, de algún cliente que afanado por las condiciones de la necesidad de sucederse así mismo o por la gratificación que proporciona esa necesidad instintiva pero razonada como una necesidad no reductiva a instintos básicos biológicos; un cliente, un comerciante que momentos antes de entrar a la tienda, en alguna trastienda, en algún callejón de la Choorstraat, o bien cruzando por la Halsteeg, o cerca de Voldersgracht había desahuciado sus instintos básicos biológicos viniéndose fuera, justamente sobre las telas a evaluar, lo que explicaría todo. Pero no explicaría por qué en alguna trastienda, en algún callejón de la Choorstraat, o bien cruzando por la Halsteeg, o cerca de Voldersgracht y no en alguna buhardilla, en alguna casa particular, en algún cuarto en alquiler, con alguna amiga, conocida, pareja actual unida a él por los cánones de la época, o alguna persona unida al acto por cierta preferencia sexual u otros objetos de preferencia fetiche. O que tal vez, todo se explicara trasladando la polución de animalunculos sobre las telas en alguna estación de tren como acto de amor, como acto de despedida, el último polvo hasta el próximo que reivindicara una pasión aun no fagocitada por la rutina, con alguna amante, alguna amiga, conocida, esposa de condición o cualquier otra persona unida al acto por cierta preferencia sexual. Lo cierto es que los espermatozoides animalunculos pululaban en las telas en el momento de la inspección, y Leeuwenhoek los contempló en una espiral interminable de caos. Y autodestrucción.

En fin, Leeuwenhoek se dio con fidelidad a un acto hobby desprestigiado por colegas uber, post de la ciencia de la época que no veían en su acto de curiosidad y descripción de detalles ínfimos  la seriedad del rigor científico, un acto de pretensión que impedían a éstos inspeccionar con igual curiosidad y ahínco. En fin, digo. El descubrimiento de Leeuwenhoek hizo desestabilizar la tesis del mundo que condicionaba el pensamiento de la época. Y que claro este descubrimiento que no era necesario que se descubriera para que su mecanismo siguiera produciendo vida junto con el mecanismo activo de los gametos femeninos. En fin, de nuevo. Estos mecanismos intrínsecos, al menos en parte descubiertos por Leeuwnehoek, dieron vida a Fellini y a cualquier otro y otra. Lo que nos lleva a que  Leeuwenhoek y Fellini no estarían alejados por un gran trecho de invención. O únicamente sólo por eso.

Únicamente sólo por eso no, lo de la invención, porque ambos dieron rienda suelta a estándares de tesis personales acerca del mundo que tiene la gente. Y con la invención de una persona que se dio con fidelidad a su acto originó una eclosión evolutiva de lentes que dieron como resultado la cámara filmográfica; lentes de aumento que detallaran la presencia de gametos masculinos y anidados los óvulos de alguna Jeanne Josephine Costille darían como resultado, también, el nacimiento de los hermanos lumière. En fin, por quinta vez. Son detalles que no trataré aquí porque están en los libros de historia y la internet. Fuentes fidedignas y confiables en todo caso que resultan ser el ojo del pasado con cierta carga de -quiero decirlo, sí- subjetividad.

A lo que quiero llegar, en realidad, es que en la contemplación de mi vida como una cíclica sucesión infinita de eventos biográficos he tenido nausea y he vomitado simplemente porque no me he dado con fidelidad a alguna cosa en particular que cambie el panorama existencial de las cosas en general.

Tal vez, porque he imaginado la terminación de mis días a los 58 años, en alguna bañera, y con las venas en flor. Quién sabe.

O mejor, que dado a un arranque de rigor cosmopolita me eché a andar por el mundo sin pretensión maslowiana de superación ni nada, trabajando de camarera en restaurantes de paso, ahorrando lo suficiente como para colocarme la etiqueta cosmopolitania en la frente de mí existencia, y que al final de tanto ver y estar, de tanto vivir la plenitud del mundo sin ninguna capacidad de asombro, tirarme por algún risco de Suecia, o ahogarme en algún trasiego del Rin. Quién sabe.

En fin, autodestrucción.

Pero claro, tampoco.

anigif

Ser la casa de muñecas en la obra de Ibsen

Sustentemoslo simple: el hervor de la vida, el fragor de la existencia, el soporte inherente de la selección natural sobre el desarrollo de nuestra corteza prefrontal se remite casi por completo -si no totalmente- al drama.

Nos proyectamos desde ese ser humano semi bestial ululando sincopes vasovagales que no se remiten a un producción de procesos parasimpáticos, sino a una mediación de los hechos externos que hacen factible la presencia del acto mismo y soliviantan las consecuencias de la situación; o la apañan, y de esto depende la evaluación prematura de los acontecimientos, y por eso aquello. Y desde entonces hasta ahora, toda nuestra vida transcurre posicionándose bajo el manto del drama.

El drama, desde términos generales implica un compromiso con el entorno. La expresión emocional desde las palabras que realizan una acción. La realización de la acción que omite la implicación de las palabras. La teoría de los actos del habla y viceversa.

El drama predispone un estado de acción en relación a los acontecimientos del entorno. Somos precisamente responsivos, sí, al comprometernos con las implicaciones del drama. Pero únicamente eso, tampoco. Implica una responsividad expansiva que engulla toda capacidad de inhibición. Somo en fin, la exageración de la respuesta normal misma al ejecutar las nociones que sustentan al drama; lo que nos hace parte de éste. Nos hace, en todo caso, el resultado inherente de una respuesta que determina la emocionalidad discursiva de aquello que no puede expresarse por completo de manera simple y desentendida.

Entendemos, pues, las nociones del drama desde la definición de la exageración y la incontención dramática. Un término que se sustenta a sí mismo hasta el infinito porque no existe manera más acertada de definirlo.

Nos comprometemos a niveles distintos desde las medidas de la exageración, en las tablas de nuestra cotidianidad para colocarle el escenario correspondiente y transgredir el telón de la rutina con nuestra performatividad del absurdo. Pero como parte del género humano, evitamos por completo compenetrarnos y subsanarnos totalmente  a éste. No nos remitimos a la calidad absurdativa del acto y por ello convertimos el acto mismo en una proporción de significado con la extensión de nuestra emocionalidad en la expresión de la ocurrencia, pero nunca desde su simple descripción de vivencialidad.

En fin, el drama es lo que somos, eso que yace en nosotros desde lo que puede transcurrir hasta lo que seria y no es…

Los que formamos parte del gremio de ejecución dramática -desde el sentido cotidiano y no como ocupación-, vivimos en el limítrofe de la incontención contenida en un corcho de desproporción. Tratamos indulgentemente que todo rime a colación.

Lo que somos, en fin, son estructuras sustentadas en ganancias secundarias que permitan revalidar los acontecimientos que nos atañen. Sentir su sustancialidad, expresándola desproporcionalmente.

Y  bueno, concluimos con un aforismo que pertreche toda barrera de credibilidad respecto al tema: si no da para drama no sirve.

De como la ausencia de necesidad entendida como determinación

Tal vez bajarle al tonito de omnicomprensividad para reconocer lo arbitrario y completamente irracional de todo. Lo que nos queda es lo otro, la irresoluble capacidad de comprender que el mundo es una expresión vulgar de incognoscible. Que aunque lo intentemos, las explicaciones taimadas de cosas sólo corresponden a un conocimiento intuitivo que no se desprende por mucho de posiciones mitológicas, místicas y causticas. «Ignorar lo desconocido creyendo explicarlo sobre lo familiar», nos decimos mientras colgamos nuestra bata del conocimiento científico sobre la percha de la comodidad.

Pues claro, la necesidad de explicar, de delimitar una realidad y circunscribirla a nuestro espacio de comprensión sigue ocupando su dimensión en nuestro rincón de pensar fuerte y duro. Lo establecido con esto es que creamos interpretaciones sobre una realidad inmediata, las confeccionamos con cuidado considerando posibles variantes, posibles modelos de entendimiento y explicación causal que respondan a todos los por qués rigurosos a los que sometemos lo que creemos percibir.

Pero en fin, en esta jugarreta inútil de la ocurrencia y su consecuente explicación, una establece la suya. Y en un intento idiota por converger y alienarse a lo gregario, una comparte su humilde razonamiento de las cosas con sus determinados sentires y pareceres a poquísimas personas del cosmos. Cosa que va para tanto, porque como sucede siempre -en el tono generalizante de la palabra, claro-, pues, con los aspectos de lo gregario,  lo de sincerarse vale una porquería al cabo de todo (ver: Bajo aviso no hay engaño).

A esto le sigue el remitirse a ser espectadora sin proponerse a ser comentarista de las ocurrencias. Una pues, se coloca su disfraz de observadora participante y se desfila por sobre la realidad recolectando evidencias y colocándolas en la cesta de los sesgos. Pero de tanto en mucho, una termina apeándose al cansancio y al hartazgo de ver validadas y retribuidas sus razones desde un marco solitario. Hasta que: bueno. Hasta que la variación y algunos otros eventos polimórficos de lo gregario, brindan personas que, desde sus posiciones esquemáticas vitales, validan las evidencias y razonamientos de las ocurrencias contenidas en el cesto. Lo ínfimo de todo, es que la sensación de saberse en lo cierto, de poseer la razón no se deja esperar. Y una, con, ello, válida actos, posiciones y comentarios. Haciéndolo más grave.

Más grave, porque al final no es que se esté más en lo cierto por compartir en conjunto una explicación desviada de la realidad. Pero es que, joder, después de tanto desgaste innecesario, unas palmaditas en el hombro de apoyo y validación hacen de cualquier estupidez una verdad inalienable. Y una gratificación de bálsamo insuperable.

Y pasa también lo otro, después de un momento y de conocer las implicaciones de poseer la razón, una desea ya no tenerla. Porque las explicaciones de las ocurrencias no es que sean necesariamente favorables, porque la contienda de obtener la razón sólo se tenía contra sí misma.

Esto otro,  lo hace mucho más grave aún, porque el precio de tener la razón es la decepción y la insensata sensatez de que, una, se ha equivocado.

Y, bueno, vale.

Y usted, ¿qué opina?

¿Usted se ha visto envuelto en una interacción en la que los demás le son insoportables y debe establecer un rictus de fastidio que desencadene conductas aceptables o es el homicidio en masa; aún si esto le provoque entumecimiento facial y la tortícolis por tanta sonrisita de complacencia oblicua, tanto asentimiento y tanto hartazgo desmedido?