Sustentemoslo simple: el hervor de la vida, el fragor de la existencia, el soporte inherente de la selección natural sobre el desarrollo de nuestra corteza prefrontal se remite casi por completo -si no totalmente- al drama.
Nos proyectamos desde ese ser humano semi bestial ululando sincopes vasovagales que no se remiten a un producción de procesos parasimpáticos, sino a una mediación de los hechos externos que hacen factible la presencia del acto mismo y soliviantan las consecuencias de la situación; o la apañan, y de esto depende la evaluación prematura de los acontecimientos, y por eso aquello. Y desde entonces hasta ahora, toda nuestra vida transcurre posicionándose bajo el manto del drama.
El drama, desde términos generales implica un compromiso con el entorno. La expresión emocional desde las palabras que realizan una acción. La realización de la acción que omite la implicación de las palabras. La teoría de los actos del habla y viceversa.
El drama predispone un estado de acción en relación a los acontecimientos del entorno. Somos precisamente responsivos, sí, al comprometernos con las implicaciones del drama. Pero únicamente eso, tampoco. Implica una responsividad expansiva que engulla toda capacidad de inhibición. Somo en fin, la exageración de la respuesta normal misma al ejecutar las nociones que sustentan al drama; lo que nos hace parte de éste. Nos hace, en todo caso, el resultado inherente de una respuesta que determina la emocionalidad discursiva de aquello que no puede expresarse por completo de manera simple y desentendida.
Entendemos, pues, las nociones del drama desde la definición de la exageración y la incontención dramática. Un término que se sustenta a sí mismo hasta el infinito porque no existe manera más acertada de definirlo.
Nos comprometemos a niveles distintos desde las medidas de la exageración, en las tablas de nuestra cotidianidad para colocarle el escenario correspondiente y transgredir el telón de la rutina con nuestra performatividad del absurdo. Pero como parte del género humano, evitamos por completo compenetrarnos y subsanarnos totalmente a éste. No nos remitimos a la calidad absurdativa del acto y por ello convertimos el acto mismo en una proporción de significado con la extensión de nuestra emocionalidad en la expresión de la ocurrencia, pero nunca desde su simple descripción de vivencialidad.
En fin, el drama es lo que somos, eso que yace en nosotros desde lo que puede transcurrir hasta lo que seria y no es…
Los que formamos parte del gremio de ejecución dramática -desde el sentido cotidiano y no como ocupación-, vivimos en el limítrofe de la incontención contenida en un corcho de desproporción. Tratamos indulgentemente que todo rime a colación.
Lo que somos, en fin, son estructuras sustentadas en ganancias secundarias que permitan revalidar los acontecimientos que nos atañen. Sentir su sustancialidad, expresándola desproporcionalmente.
Y bueno, concluimos con un aforismo que pertreche toda barrera de credibilidad respecto al tema: si no da para drama no sirve.