Ser la casa de muñecas en la obra de Ibsen

Sustentemoslo simple: el hervor de la vida, el fragor de la existencia, el soporte inherente de la selección natural sobre el desarrollo de nuestra corteza prefrontal se remite casi por completo -si no totalmente- al drama.

Nos proyectamos desde ese ser humano semi bestial ululando sincopes vasovagales que no se remiten a un producción de procesos parasimpáticos, sino a una mediación de los hechos externos que hacen factible la presencia del acto mismo y soliviantan las consecuencias de la situación; o la apañan, y de esto depende la evaluación prematura de los acontecimientos, y por eso aquello. Y desde entonces hasta ahora, toda nuestra vida transcurre posicionándose bajo el manto del drama.

El drama, desde términos generales implica un compromiso con el entorno. La expresión emocional desde las palabras que realizan una acción. La realización de la acción que omite la implicación de las palabras. La teoría de los actos del habla y viceversa.

El drama predispone un estado de acción en relación a los acontecimientos del entorno. Somos precisamente responsivos, sí, al comprometernos con las implicaciones del drama. Pero únicamente eso, tampoco. Implica una responsividad expansiva que engulla toda capacidad de inhibición. Somo en fin, la exageración de la respuesta normal misma al ejecutar las nociones que sustentan al drama; lo que nos hace parte de éste. Nos hace, en todo caso, el resultado inherente de una respuesta que determina la emocionalidad discursiva de aquello que no puede expresarse por completo de manera simple y desentendida.

Entendemos, pues, las nociones del drama desde la definición de la exageración y la incontención dramática. Un término que se sustenta a sí mismo hasta el infinito porque no existe manera más acertada de definirlo.

Nos comprometemos a niveles distintos desde las medidas de la exageración, en las tablas de nuestra cotidianidad para colocarle el escenario correspondiente y transgredir el telón de la rutina con nuestra performatividad del absurdo. Pero como parte del género humano, evitamos por completo compenetrarnos y subsanarnos totalmente  a éste. No nos remitimos a la calidad absurdativa del acto y por ello convertimos el acto mismo en una proporción de significado con la extensión de nuestra emocionalidad en la expresión de la ocurrencia, pero nunca desde su simple descripción de vivencialidad.

En fin, el drama es lo que somos, eso que yace en nosotros desde lo que puede transcurrir hasta lo que seria y no es…

Los que formamos parte del gremio de ejecución dramática -desde el sentido cotidiano y no como ocupación-, vivimos en el limítrofe de la incontención contenida en un corcho de desproporción. Tratamos indulgentemente que todo rime a colación.

Lo que somos, en fin, son estructuras sustentadas en ganancias secundarias que permitan revalidar los acontecimientos que nos atañen. Sentir su sustancialidad, expresándola desproporcionalmente.

Y  bueno, concluimos con un aforismo que pertreche toda barrera de credibilidad respecto al tema: si no da para drama no sirve.

Espacios circunstanciales llenos de toda la suspensión innecesaria de acontecimientos que son porque a qué más pueden corresponder cuando son reducidos a más nada.

Como una buena esteta del equívoco, remito lo bonito a lo circunstancial.

Lo crucial, no es entonces conocer la esencia objetiva de la belleza. Lo crucial es saber que, un día, una se levanta sabiendo que, aún, en el lastre caótico del mundo las cosas bonitas perduran. Y bonitas porque necesitan serlo; bonitas porque le conferimos todo el sentido necesario para que lo sean.

En estos aparatosos y desvariados componentes de la bonitidad, una reconoce lo bonito que es tener espacios de refugio. Espacios de refugio de presencia corpórea que no remitan a un dispositivo virtual, sustancias psicoactivas o contenidos literatos de cosas hondas y profundas sobre cosas. Que sea pues, un ser, estar y pertenecer desde el sentido materialista completo sustentado en el contenido de las ideas -si lo ponemos desde esos términos, ovcours-, y qué bonito que es.

Es bonito porque en la primera oportunidad que se tiene, una busca  refugiarse a su espacio corpóreo de afrontamiento evitativo y minimizador. Y qué bonito.

Bonito también, porque una consciente como se es que sobre dieciséis pisos encima y lejos de todo pero en el centro, una ve lo demás desde una proporción diminuta mediada por enlaces y distancias de consecuencias, y qué bonito.

Bonito, en realidad, porque el espacio es un espacio de pérdida y reconocimiento. Un espacio de escondite de lo que se es entre todo lo que existe mientras perdura la capacidad de comprender y comprendernos. Y lo bonito que lo hace.

Lo hace bonito,  porque el lastre caótico del mundo, no lo toca; no se hace parte del mundo, pero el mundo lo sustenta porque de qué otra forma. Existe en la marginalidad del acontecer que termina haciéndolo bonito.

Termina haciéndolo bonito, porque el descubrimiento de su locación significa que una se ha desviado del acontecer natural de las circunstancias aunque no exista tal cosa, pero desde la objetividad que confiere lo subjetivo, esa es una manera de verlo bonito.

Y verlo bonito de esa forma significa que una no es la única y total poseedora del conocimiento de la bonitidad de los espacios de refugio.

Que lo hace bonito y común -componente reinante de la bonitidad- y en esos espacios comunes  una comúnmente se evade de lo cotidiano y su potencial reacción de angustia, y qué bonito.

No sé.

De como la ausencia de necesidad entendida como determinación

Tal vez bajarle al tonito de omnicomprensividad para reconocer lo arbitrario y completamente irracional de todo. Lo que nos queda es lo otro, la irresoluble capacidad de comprender que el mundo es una expresión vulgar de incognoscible. Que aunque lo intentemos, las explicaciones taimadas de cosas sólo corresponden a un conocimiento intuitivo que no se desprende por mucho de posiciones mitológicas, místicas y causticas. «Ignorar lo desconocido creyendo explicarlo sobre lo familiar», nos decimos mientras colgamos nuestra bata del conocimiento científico sobre la percha de la comodidad.

Pues claro, la necesidad de explicar, de delimitar una realidad y circunscribirla a nuestro espacio de comprensión sigue ocupando su dimensión en nuestro rincón de pensar fuerte y duro. Lo establecido con esto es que creamos interpretaciones sobre una realidad inmediata, las confeccionamos con cuidado considerando posibles variantes, posibles modelos de entendimiento y explicación causal que respondan a todos los por qués rigurosos a los que sometemos lo que creemos percibir.

Pero en fin, en esta jugarreta inútil de la ocurrencia y su consecuente explicación, una establece la suya. Y en un intento idiota por converger y alienarse a lo gregario, una comparte su humilde razonamiento de las cosas con sus determinados sentires y pareceres a poquísimas personas del cosmos. Cosa que va para tanto, porque como sucede siempre -en el tono generalizante de la palabra, claro-, pues, con los aspectos de lo gregario,  lo de sincerarse vale una porquería al cabo de todo (ver: Bajo aviso no hay engaño).

A esto le sigue el remitirse a ser espectadora sin proponerse a ser comentarista de las ocurrencias. Una pues, se coloca su disfraz de observadora participante y se desfila por sobre la realidad recolectando evidencias y colocándolas en la cesta de los sesgos. Pero de tanto en mucho, una termina apeándose al cansancio y al hartazgo de ver validadas y retribuidas sus razones desde un marco solitario. Hasta que: bueno. Hasta que la variación y algunos otros eventos polimórficos de lo gregario, brindan personas que, desde sus posiciones esquemáticas vitales, validan las evidencias y razonamientos de las ocurrencias contenidas en el cesto. Lo ínfimo de todo, es que la sensación de saberse en lo cierto, de poseer la razón no se deja esperar. Y una, con, ello, válida actos, posiciones y comentarios. Haciéndolo más grave.

Más grave, porque al final no es que se esté más en lo cierto por compartir en conjunto una explicación desviada de la realidad. Pero es que, joder, después de tanto desgaste innecesario, unas palmaditas en el hombro de apoyo y validación hacen de cualquier estupidez una verdad inalienable. Y una gratificación de bálsamo insuperable.

Y pasa también lo otro, después de un momento y de conocer las implicaciones de poseer la razón, una desea ya no tenerla. Porque las explicaciones de las ocurrencias no es que sean necesariamente favorables, porque la contienda de obtener la razón sólo se tenía contra sí misma.

Esto otro,  lo hace mucho más grave aún, porque el precio de tener la razón es la decepción y la insensata sensatez de que, una, se ha equivocado.

Y, bueno, vale.