No nos perdamos en la delectación morosa de las cosas nunca antes dichas. Que sólo hacen una pila de mierda neurótica.
Y es como es. Todo debe constreñirse a las palabras para pertenecer, para ser parte del mundo y ubicarse en un espacio de sentencia. Que podría decir gerpanato, y atribuirle su sentido y situación en el espacio con suponerlo al sonido de las aves al amanecer mientras realizan su ritual de apareamiento. Alguien podría acercarse a un breviario de aves y confirmar enteramente que no hay especificidad en esa definición; qué clase de aves -dirá, mientras se ajusta los largavistas y se hurga la nariz. Si no le especificamos una especie totalmente atribuible al reino animal de lo ovíparos, comenzará con ávida curiosidad a estudiar los rituales de apareamiento de cada ave y concluirá que la palabra gerpanato no se encuentra en breviario de aves alguno. Cerrará su compendio de erudición sobre plumas y cantos con aspavientos sentenciosos y se largará pensando en que, desde ahora, no se detendrá con palabras ridículas de amateur. Pero el caso no es del tipo que se hurga la nariz mientras ve como se aparean las aves. El caso es que ger- y -panato no corresponden a raíz etimológica alguna y debidamente relacionada con aves, apareamiento, amanecer o algo que de coherencia, estructura y sentido a nuestra palabra. El caso es que esto no va de Derrida y deconstrucción. Tampoco es de Strauss y su diacronía, su no te preocupes sólo falta atribuirle un significante y se vuelven parte de la organización avicola. El caso es del lenguaje y su síndrome diogenésico de poseer. De definir, de circunscribir y de ser una perra egoísta – que es para tanto, claro-.
Y decía, que el lenguaje es una perra egoísta de querer tapizar con su nombre las paredes de un baño público, porque el lenguaje es el decanto de la verdad sobre la verdad misma. La exposición de la yugular mientras la yugular no se expone. Es la constricción sin límites del ser sobre la imposición del querer. El lenguaje se manifiesta en la medida en que regulariza las nociones del sentir desde el tendría, el debería y el necesitaría. Nos circunscribimos a un espacio específico nor-ma-li-zan-te.y nos presentamos con nuestras sensaciones normalizadas sobre las bases de lo ya conocido y las nociones intuitivas de lo familiar.
El lenguaje es el vehículo de la mentira. Nos facilita alternativas de justificación externa-interna que nos permite actuar a consecuencia. Se permite el descaro de engancharse a nuestra capacidad adaptativa del ego, a nuestra inane capacidad de naturalizar la tragedia o hacerla admisible y fútil.
Y es que, joder, nos toca admitirlo. Somos tunantes ensambladores de putas sensaciones y palabras; como si las primeras dependen de estas otras -y claro-, que aunque sin comprender entendemos que la copulación de la una con ésta es necesaria desde el click del sentido, desde que consideramos intuitivamente que una sensación necesita de la prosodia adecuada, de los grafemas correctos, del número de fonemas correspondientes.
Y nos va como nos va. Nos engañamos, y nos engañamos como se engañan esas personas que ni siquiera han tomado conciencia del engaño y de la magnitud de la inútil retórica. Putos sofistas imperturbables que creen deletrear cada sensación sin faltar a lo inefable.
«A lo inefable», y que como estoicos esclavos discursivos necesitamos una definición de lo indefinible, y qué jodidamente bien.
Y bien porque aún podemos mascullar entre dientes que somos parte de algo incognoscible. Que el engranaje oculto de las cosas aún nos contiene y que mientras sigamos siendo movidos por un perno de causticas válidas pero sin sentido – y mientras puedan ser definidas por las palabras y su idiota necesidad de explicar- todo seguirá siendo una puta mierda. Pero entenderemos mejor, y nos adaptaremos a ello.
No nos queda más que agradecer a nuestras jodidas funciones psíquicas superiores.
Y al pescado. Claro.