Involución.

Intolerancia humana, le dicen.

Algo me hace pensar que me encontraría en un estado de exaltación eufórica si en estos momentos en lugar de usar una computadora, estuviera cazando un mamut con mi lanza paleolítica y un abrigo de piel de un dientes de sable.
Si antes se cazaba para sobrevivir no veo por qué, ahora, ha de ser diferente.
De igual manera, para no adelantarse a los hechos, habría que ver qué tal me queda un abrigo de piel de hombre sobre mis hombros, para afirmar, así, con total seguridad que puedo correr con la misma exaltación eufórica como esa hipotética de dos millones de años de antigüedad.

Telefonofobia.

En el proceso de creación de su dispositivo de telecomunicaciones, el muy querido Alex, debía de haberme considerado. Es imposible que Goya o cualquier otro maestro del oleísmo tenga la capacidad suficiente para plasmar el horror que los teléfonos generan en mi constitución biológica.  
 
Hola. Tengo 18 años y esta es mi historia.
 
De chica fui abusada telefónicamente.  La estridencia del timbre eloctromecánico o cualquier tono agradable que se busque para sustituirlo producen en mí espasmos esporádicos, ataques de pánico y cara de shock…
 
Mi rollo, enrollo y desenrollo con el teléfono literal, metafórico, paradójico, hace que alguna operadora en alguna parte del mundo contestando alguna llamada se pregunte ¿por qué?. Y mientras yo trato de contestar a su pregunta, la fobia aparece en forma de presión estomacal, de dientes rechinantes, de una inflamación de oreja  y de una hemorragia cerebral interna con consecuencias inmediatas de balbuceo y efectos de delirio con un ojo, que disfrutando de la nada agraciada circunstancia, salta solo por gusto, maldad o confusión.
 
La operadora, pues, queda varada entre el limbo de la situación que nada tiene de agradable y que toda tiene de confusa. La pobre ignora, que alguna vez tuve una madre con constantes llamadas de familiares que me obligaba a saludar a fuerza de juegos psicológicos, chantajes y engaños. Yo, la pobre victima de la presión maternal, no tenia otra opción que pegarse al auricular y saludar mientras mi madre me apuntaba con un dispositivo. El dispositivo de considerable tamaño manual, de color oscuro, propio para disparar flachazos de luz, acechaban el entorno, mi entrono.  Mientras yo me veía zambullida en la inseguridad de no saber que decir, agregar o contestar. Todo se confundía y me mareaba. El interrogatorio se alargaba por el auricular y la tortura no paraba con la cámara. Ya, en el último instante de mis fuerzas, segundos antes que mi entereza flaqueara la liberación se hacia presente. Me deshacía de rollo de cables enredados en partes inocuas de mi cuerpo, mientras huía a la salida más cercana, acompañado del sonido de un que niña buena es y luces cegantes atacando mis espaldas. Todo al mejor estilo Tarantino de la época noventera. 
 
Las consecuencias, diversas: presión estomacal, dientes rechinantes, inflamación de orejas  y hemorragias cerebrales internas con consecuencias inmediatas de balbuceo y efectos de delirio con ojos, que disfrutando de la nada agraciada circunstancia, saltan solo por gusto, maldad o confusión y unas serias suposiciones paranoicas sobre poseer una madre tirada a los juegos de mafia y corrupción. Todo por el efecto de metros de alambres enredadizos que se ceñían exageradamente, nerviosismo e inseguridades, horas de interrogatorios, pensamientos no dignos de una recién nacida, flachazos de cámara y chantajes psicoemocionales.