νόστος: volver al inicio del mal.

Existe una sensación básica: entrar a una trastienda  y justo en el instante en el que abres la puerta, una campanilla hace un sonido estridente; en ese momento, estarás seguro que tendrás ojos puestos en la inusitación que ha provocado tu presencia, que posiblemente alguien con solicitud apremiante, antes que logres dar tres pasos de más, te interpele acerca de las necesidades que te orillaron a aproximarte a ese lugar en específico, durante ese lapso en especial. Pero tal vez, la realidad de la necesidad revele algo diferente, seguramente, minutos antes de aproximarte a la puerta y provocar un sonido estremecedor en el interior de una apacible tienda, el aparador te mostraba un objeto profusamente interesante y haría que los músculos de tu voluntariosa curiosidad se detuvieran en el letrero «empuje» de la puerta principal y procedieras a realizar determinada acción para introducirte en el lugar que contenía el foco de tu interés. Entonces, en el interior, bajo la sombra del duditativo procedimiento protocolario social de transacciones comerciales y ante la pregunta del dependiente afanado por conocer tus requerimientos inmediatos, respondes con un tono mustío y esquivo «sólo estoy viendo».

El sentimiento de inadecuación incrementa, cuando la figura, que en este caso representa al pardigma del servilismo clientelar, te sigue desde una distancia prudencial como tratando de traspasar esa barrera tan complicada de la intepretación del marco referencial del otro para lograr acceder a los verdaderos y más profundos deseos de una alteridad que se muestra bajo los mismos términos subjetivos compartidos y que juntos parecen crear una realidad objetivable. Empiezas a sentirte incómodo con la sensación de estar siendo escrudiñado, por considerar la posiblidad abierta que una mirada podría reflejar todos tus más absurdos secretos a través de una apariencia externa inhabilitada para transmitir más de lo que estás dispuesto a comunicar, pero aún así recurres a la paranoia social con la intención de atenuar la sensación de olvido y soledad que provoca una sociedad dada al anonimato. Recorres el lugar con una parsimoniosa actuación de desinteresado interés, curvando levemente la boca para denostar un entusiasmo contenido por la oportunidad de aproximarte a  cosas que no piensas obtener, mientras todo te figura absurdo porque te permites perfilar una farsa que al cabo estás obligado a llevar.

Algo parecido pasaba cuando tenía ocho años. Ocho años y conocía a Snicket.

Antes de seguir: es posible que esto se convierta en una nota rosa de innumerables tintes nostálgicos que pondrán en entredicho una estabilidad mental envidiable. Es posible también que sólo quiera darle de lata.

Cuando eres una cría y no tienes a tu alcance los medios de producción necesarios para sobresalir exitosamente en una sociedad ruín y competitiva, a veces, lees. También juegas pero sobre todo lees. Comienzas encontrándote con gente seria y sombría que colocan una pauta muy específica sobre la realidad, Poe a los ocho, Dostoyevski a los 10, Sade a los 12. Pero también tienes las oportunidad de concederte un desarrollo psiquíco a partir de la elección de un cuento preferido. Y eres tú o los Grimm, o Perrault o los libritos básicos de alfaragua infantil o el barco de vapor.

Los cuentos tienen la oportunidad de satisfacer necesidades inconscientes. Históricamente, los cuentos fueron pensados para los adultos, relatos bagres e insanos que alimentaba el apremio más abyecto del ego. El contenido de un cuento era la peor versión de un guión para una película de von Trier. Animalidades en escena, sadismo y desventura hasta que llegaron los chapmen con sus chapbook, quienes consideraron que una versión más recatada, menos culta, con menor contenido era una magnífica obtención para los pueblerinos. Terminaron siendo para niños. En La bruja debe morir, Cashdan (2000) previene que las sensaciones espeluznantes proporcionadas en un cuento de hadas reflejan los dramas del mundo interior de un niño. Leer un cuento es hacer frente a un conflicto interno. Estar a merced de la desventura -magnificando la fantasía del abandono- permite desarrollar una lucha de partes psiquícas representadas entre los personajes, el eterno equilibrio entre el bien y el mal, la sinuosa carrera por la integración del objeto kleiniano.

Existirán en este mundo algunos críticos sobre cuentos de hadas que hablarán sobre la saga de Snicket y apuntarán que no es ningún cuento de hadas por la ausencia de elementos mágicos. Rowling y sus libros podrán serlo, señorita, pero ¿Snicket?, nt nt nt. Moverán la cabeza con signo de desaprobación, ajustarán su monóculo, y sacarán un gran y polvoriento libro de un anaquel cercano para enseñar las reglas básicas de un cuento, pero aún así.

Aún así, tesis doctorales tratarán sobre la saga de los niños baudelaire señalándola como un recurso realista que considera que el ingenio puede con el infortunio, pero no lo aplaca porque de forma simple y básica en la vida nunca existirán los finales felices.

De cualquier manera, el infortunio tiene una cara doble. El concepto de mala suerte – posiblemente, un complot de marketing de los años veinte para elevar la compra de escaleras portátiles, espejos resistentes y descender la polución de gatos negros callejeros- es ambiguo, no puede conjeturarse que un acto de mala suerte para alguien lo sea para alguien más. Los ejemplos básicos que le atañen no pueden buscarse fácilmente en un diccionario. Mala suerte, dícese de algo adverso, por ejemplo: «Tengo tan mala suerte, Charlie, me ha caído un perno de hierro en la cabeza.», sin embrago en este caso, creo que todos estaríamos de acuerdo en considerar que un perno en la cabeza es un tremendo acto de pelotudez del destino. Esto o lo otro, los ambages que permean los límites subjetivos del concepto «infortunio» dependerán de lo que se considere «malo». Y aunque queramos vivir en una correspondiente negación absolutista, algunos tenemos un marco de conceptualización bastante amplio para aquello que puede parecernos adverso, o es que de verdad tenemos una suerte del demonio. En cualquier caso,  un beso a Snicket.

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Chasdan, S. (2000). La bruja debe morir. Madrid: Editorial Debate, S.A.*

*Efectivamente, sólo quiero darla de lata.

Hace tiempo de lechuzas

El silencio es otra suerte de comunión.

El susurro es la extensión de un grito ahogado.

La palabra es el agente de lo no dicho.

¿?

Existe una ley que forma parte de la teoría de la información, ella específica que la aparición de una letra «a» – por ejemplo- no implicaría que su significado sea»a», por cierto, sino «no b a z». La premisa es una simplificación básica que denota que el significado de las cosas se comunica por aquello que no es comunicado. Por deducción natural, indicaría que ante el silencio no estamos no comunicando algo sino comunicándolo todo.

Y por eso, precisamente: silencio.

El peso de las cosas y su significado no podrían denotar lo mismo si se pronuncian, serían algo -seguramente- pero no aquello que por extensión significaría para el otro como para mí misma. Para solventar la paradoja que cuando decimos no decimos más que aquello que no estamos diciendo, prefiero callar.

Callar, no como la ausencia de asertividad  que impide expresarse sino por la consideración e importancia que se le da al vacío como oportunidad de uso. El valor del espacio vacío lo explica Lao Tse, diciendo: «Treinta radios se encuentran en el cubo de rueda: en la nada que hay allí reside el que pueda utilizarse el carruaje. Se hace arcilla y con ella vasijas: en la nada que hay allí reside el que puedan utilizarse las vasijas. Se rasga una pared con puertas y ventas para hacer habitaciones: en la nada que hay allí reside el que la habitación pueda utilizarse. Por eso, el ser es de utilidad, pero el no ser hace posible su uso» (Tao Teh Ching, Cap. 11).

¿Y para qué el silencio? ¿Para qué se necesita no decir lo no dicho a través de decir cosas?

Porque, precisamente, hablar, duele.

Pero, más específicamente, duele nombrar. No se trata de decir  sino de nombrar y delimitar un algo. Hacerlo real mediante la palabra, darle sentido y significado llenando espacios vacíos que pueden utilizarse para llenarse con sentidos y significados ambiguos provenientes del silencio.

El silencio y su capacidad cuántica de significar y no, puede proveernos de un salvavidas de explicaciones. La teoría especializado en tratados de psicología diría lo contrario, sobrepasar un evento emocionalmente perturbador se consigue hablando, el principio catártico de la histeria de Freud. La teoría complementaria explica que es necesario hablar, decir y nombrar hasta que hablar y decir y nombrar deje de doler.  Isak Dinesen, una relatora danesa de cuentos -y  citada impunemente en Hannibal-, nos dice que para soportarse, todas las penas deben ponerse en una historia, contar sobre ellas.

¿Qué digo yo?, callemos.

Posiblemente sea el consejo más contraproducente en un post de cosas. Porque callar ahoga, pero nombrar no salva.

Y nombrar no salva porque partir de la premisa del dolor para detallar sólo condiciona a enviar mensajes desestructurados de los hechos, a hilvanar historias mentales de la mejor versión que no dirá lo que queremos que diga si no todo aquello que ocultamos con lo dicho. Nombrar sólo ayuda a estructurar una mentira, a jugar con la fantasía y extender la realidad. Y claramente, me niego a negar diciendo.

Y no estoy diciendo nada porque este post es el más personal que he hecho al tratar de ocultar lo que necesito nombrar. No pudo decir que he pasado por la peores semana desde que existo pero tampoco puedo asegurar que por un lapso de existencia puedan haber peores. El fracaso, la enfermedad de alguien y el existencialismo puro se han encargado de triturar lo que la vida se empeña en comunicarnos: la aceptación. Pero para aceptar una cosa hay que hablarla, nombrarla, decirla, utilizar ese vacío de uso del que habla Lao Tse y hacerlo espacio de algo que se ha hablado,  nombrado, dicho. La negación a hablar proviene de que no puedo aceptar las cosas como me son dadas -sin citar a Cortázar- para hacer de ellas versiones virtualmente mejoradas o escindidas de lo que ocurre.

Callar es evitar reproducir «eso» en una cadena de significantes. Callar es evitar abrir vórtices dimensionales donde las cosas ocurren bajo la perspectiva de distintos detalles y elaboraciones. Callar es mantener una versión rígida de la realidad.

Callar no es negar es, finalmente, aceptar.

Como última instancia, que nunca nos falte el drama.

El anillo del nibelungo somos nosotros

Existe una clausula básica sobre el ocaso de los héroes: nunca se es más cuando se intenta menos ser.

La clausula no dice más que lo que intenta señalar una pañoleta húmeda sobre una superficie mojada. La intencionalidad de la acción está supuesta sobre la obviedad disimulada. Sobre el absurdo contrapuesto.  El conocimiento general apunta a evitar utilizar una pañoleta húmeda sobre la superficie mojada si nuestra intención es secarla, excepto si se desea el efecto contrario, claro. Y desde ese punto, nunca se puede poseer la completa certeza sobre la intención de una pañoleta húmeda en una superficie mojada, si no se es el actor intencional de la acción pañolesca, obviamente.

De cualquier forma, toda forma de conversión es una tragedia, todo espíritu en intento arbitrio apunta al caos de la materia. Una superficie, en función de la existencia de una pañoleta, necesita estar húmeda o necesita estar seca, correlacionadamente a su condición presente.

El ocaso de los héroes apuntala hacia la misma condición ambivalente. Terminamos siendo combatientes férreos de la decepción. Cada día, una motivación: que no acabe mal pero que la malignidad de la posibilidad no termine igual. De lo contrario, no existiría motivación, ni decepción, tampoco ocaso.  Aunque buscarle sentido no importa mucho, todo se condiciona a una paradoja toísta donde el bien no existe sin el mal, y el etcétera de largo.

El ocaso de los héroes nos hace lidiar con un pensamiento incómodo que no podemos contrarrestar con dos aspirinas, una serie de netflix y una pizza de pepperoni con extra queso y los bordes rellenos de cheddar.  Construimos idealizaciones con la intención de socavar a la decepción; la perfeccionamos -la idealización- con detalle para hacerla indestructible porque dialogamos interiormente con la catástrofe, ella nos apunta con el dedo y nos dice que la decepción estará tranquilamente esperando, con los brazos en flor, a que crucemos aquella esquina metafórica de la vida. En fin, un rollo intenso.

De cualquier forma, todos somos culpables de perpetuar una farsa con ídolos de cartón, con modelos que no nos ayudan a mimetizar la realidad ni por dos metros y tres centímetros. Y es precisamente por eso, vemos exactamente lo que necesitamos ver mientras nuestra figurilla de papel pueda conservarse intacta. Ideamos, a la vez, mantras interiores para mantener a raya la tensión que pueda hacer tambalear a la frágil estatuilla «no es nada», «exagero», «es una cosilla».

Tal vez, al final, no nos acojona tanto el miedo de enfrentarnos a una realidad árida y reducida y en un perpetuo absurdo como aquella pañoleta húmeda tratando de secar una superficie mojada, tanto más porque tememos perder a nuestra pequeña figura personal de acción súper-mega-ósom que nos ha costado imaginación y seso. Que es para tanto.

Al final, es que estaremos orgullosos como ese acto parental con saliva de limpiarle la mejilla a nuestra pequeña creación. Pero es que la perfección, oiga. Y todos asentiremos al unisono con la intención de perpetuar la farsa, mientras llevamos de nuevo nuestra mano a la boca para proporcionale otra dosis de fluidos líquidos de reacción alcalina  y tratamos de condicionar ese rebelde, testarudo y rimbobante mechón de pelo de nuestra creación.

Hay que ver cuánto drama.

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Objetividad temporal del vacío por venir

Minientrada

Una es muy feliz blandiendo la bandera de aislamiento que ostenta. Una está muy orgullosa de hacerse de tanto silencio, de tanta soledad borde. Una es feliz, es lo que importa. Pero luego no, lo que parecía una escena a lo muy corin tellado con arbolitos felices rosas, maripocitas felices rosas, campo feliz con su sol feliz rosa y corriendo rosadamente feliz se convierte en esa escena cliché de estar -porque uno está y estar duele, como un dolor en los putos cojones aunque no se los tenga- y entonces una está debajo de una repentina lluvia gris triste preguntándose: ¿Esto está bien? ¿Soy normal? ¿Tengo alguna cojunuda y puta afección cerebral por no querer lo que los demás quieren? ¿por parecerme abominable y odioso, sin sentido absoluto hasta ridículo? ¿Una aberración de la humanidad? Mientras hago estos cuestionamientos de peso existencial sigo aventando a la gente para allá, a un lado, hacia atrás, ¡FUERA!, grito y grito sin gritar.