Harta del rumano al español es mapa.

El ruido avasallador de una ciudad convulsa, de una circunstancia específica, del espacio etéreo que te corresponde a ocupar como ocupante de un recinto que pone tu nombre escrito en tiza. Qué hay más allá de una muralla hecha con peltres y rosas orladas doradas que envuelven las mentiras que te dices en circunstancias faltantes. Quién eres a falta de qué, qué haces por ser quién, qué buscas para perder lo que tienes. Las respuestas inconmensurables se instalan en el rincón de la ropa sucia, la hueles para paliar si pueden ser utilizadas con la oportunidad de reinventar el pasado. Pero te pierdes en el descubrir deshecho, en el desear alterado de algo que nunca pasó. Cómo responder al devenir y al porvenir, dos cosas distantes entre sí aún equi-distantes. X-distantes. Distantes de N pero cerca de la x donde marcas el refugio donde piensas enterrarte. Realizar la azotadora tarea de aquel Münch-hausen que se jalaba de las coletas para salir de su propio pantano promontorio, de su propia y inconmensurable falta de sentido, de su dismorfofobia espacial.

Cómo te atrapas en la idea de permanecer y de ser, cómo conseguís erguirte en el vasto campo donde no eres pero finges ser. Convenir siempre con la idea de que construyes un palacio de cristal con falacias y cuyas mentiras te siguen como el playlist de un comercial que abarca todo el lugar. Levantas la tapa del baño del lugar público, tiras de la cadena para deshacerte de toda la mierda, mientras la música de elevador te rebaja dos pisos. Quién eres para decidir sobre lo que te gusta. Haz lo que tienes que hacer, sigue las líneas con los dedos de la mano derecha hasta el final de la página del libro que alguien más te pidió que leyeras. página 45. Haz pausas con las comas. Considera los puntos finales. Sube los hombros, sonríe. Te están viendo.

 

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Hagar Vardimon 

νόστος: volver al inicio del mal.

Existe una sensación básica: entrar a una trastienda  y justo en el instante en el que abres la puerta, una campanilla hace un sonido estridente; en ese momento, estarás seguro que tendrás ojos puestos en la inusitación que ha provocado tu presencia, que posiblemente alguien con solicitud apremiante, antes que logres dar tres pasos de más, te interpele acerca de las necesidades que te orillaron a aproximarte a ese lugar en específico, durante ese lapso en especial. Pero tal vez, la realidad de la necesidad revele algo diferente, seguramente, minutos antes de aproximarte a la puerta y provocar un sonido estremecedor en el interior de una apacible tienda, el aparador te mostraba un objeto profusamente interesante y haría que los músculos de tu voluntariosa curiosidad se detuvieran en el letrero «empuje» de la puerta principal y procedieras a realizar determinada acción para introducirte en el lugar que contenía el foco de tu interés. Entonces, en el interior, bajo la sombra del duditativo procedimiento protocolario social de transacciones comerciales y ante la pregunta del dependiente afanado por conocer tus requerimientos inmediatos, respondes con un tono mustío y esquivo «sólo estoy viendo».

El sentimiento de inadecuación incrementa, cuando la figura, que en este caso representa al pardigma del servilismo clientelar, te sigue desde una distancia prudencial como tratando de traspasar esa barrera tan complicada de la intepretación del marco referencial del otro para lograr acceder a los verdaderos y más profundos deseos de una alteridad que se muestra bajo los mismos términos subjetivos compartidos y que juntos parecen crear una realidad objetivable. Empiezas a sentirte incómodo con la sensación de estar siendo escrudiñado, por considerar la posiblidad abierta que una mirada podría reflejar todos tus más absurdos secretos a través de una apariencia externa inhabilitada para transmitir más de lo que estás dispuesto a comunicar, pero aún así recurres a la paranoia social con la intención de atenuar la sensación de olvido y soledad que provoca una sociedad dada al anonimato. Recorres el lugar con una parsimoniosa actuación de desinteresado interés, curvando levemente la boca para denostar un entusiasmo contenido por la oportunidad de aproximarte a  cosas que no piensas obtener, mientras todo te figura absurdo porque te permites perfilar una farsa que al cabo estás obligado a llevar.

Algo parecido pasaba cuando tenía ocho años. Ocho años y conocía a Snicket.

Antes de seguir: es posible que esto se convierta en una nota rosa de innumerables tintes nostálgicos que pondrán en entredicho una estabilidad mental envidiable. Es posible también que sólo quiera darle de lata.

Cuando eres una cría y no tienes a tu alcance los medios de producción necesarios para sobresalir exitosamente en una sociedad ruín y competitiva, a veces, lees. También juegas pero sobre todo lees. Comienzas encontrándote con gente seria y sombría que colocan una pauta muy específica sobre la realidad, Poe a los ocho, Dostoyevski a los 10, Sade a los 12. Pero también tienes las oportunidad de concederte un desarrollo psiquíco a partir de la elección de un cuento preferido. Y eres tú o los Grimm, o Perrault o los libritos básicos de alfaragua infantil o el barco de vapor.

Los cuentos tienen la oportunidad de satisfacer necesidades inconscientes. Históricamente, los cuentos fueron pensados para los adultos, relatos bagres e insanos que alimentaba el apremio más abyecto del ego. El contenido de un cuento era la peor versión de un guión para una película de von Trier. Animalidades en escena, sadismo y desventura hasta que llegaron los chapmen con sus chapbook, quienes consideraron que una versión más recatada, menos culta, con menor contenido era una magnífica obtención para los pueblerinos. Terminaron siendo para niños. En La bruja debe morir, Cashdan (2000) previene que las sensaciones espeluznantes proporcionadas en un cuento de hadas reflejan los dramas del mundo interior de un niño. Leer un cuento es hacer frente a un conflicto interno. Estar a merced de la desventura -magnificando la fantasía del abandono- permite desarrollar una lucha de partes psiquícas representadas entre los personajes, el eterno equilibrio entre el bien y el mal, la sinuosa carrera por la integración del objeto kleiniano.

Existirán en este mundo algunos críticos sobre cuentos de hadas que hablarán sobre la saga de Snicket y apuntarán que no es ningún cuento de hadas por la ausencia de elementos mágicos. Rowling y sus libros podrán serlo, señorita, pero ¿Snicket?, nt nt nt. Moverán la cabeza con signo de desaprobación, ajustarán su monóculo, y sacarán un gran y polvoriento libro de un anaquel cercano para enseñar las reglas básicas de un cuento, pero aún así.

Aún así, tesis doctorales tratarán sobre la saga de los niños baudelaire señalándola como un recurso realista que considera que el ingenio puede con el infortunio, pero no lo aplaca porque de forma simple y básica en la vida nunca existirán los finales felices.

De cualquier manera, el infortunio tiene una cara doble. El concepto de mala suerte – posiblemente, un complot de marketing de los años veinte para elevar la compra de escaleras portátiles, espejos resistentes y descender la polución de gatos negros callejeros- es ambiguo, no puede conjeturarse que un acto de mala suerte para alguien lo sea para alguien más. Los ejemplos básicos que le atañen no pueden buscarse fácilmente en un diccionario. Mala suerte, dícese de algo adverso, por ejemplo: «Tengo tan mala suerte, Charlie, me ha caído un perno de hierro en la cabeza.», sin embrago en este caso, creo que todos estaríamos de acuerdo en considerar que un perno en la cabeza es un tremendo acto de pelotudez del destino. Esto o lo otro, los ambages que permean los límites subjetivos del concepto «infortunio» dependerán de lo que se considere «malo». Y aunque queramos vivir en una correspondiente negación absolutista, algunos tenemos un marco de conceptualización bastante amplio para aquello que puede parecernos adverso, o es que de verdad tenemos una suerte del demonio. En cualquier caso,  un beso a Snicket.

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Chasdan, S. (2000). La bruja debe morir. Madrid: Editorial Debate, S.A.*

*Efectivamente, sólo quiero darla de lata.

El anillo del nibelungo somos nosotros

Existe una clausula básica sobre el ocaso de los héroes: nunca se es más cuando se intenta menos ser.

La clausula no dice más que lo que intenta señalar una pañoleta húmeda sobre una superficie mojada. La intencionalidad de la acción está supuesta sobre la obviedad disimulada. Sobre el absurdo contrapuesto.  El conocimiento general apunta a evitar utilizar una pañoleta húmeda sobre la superficie mojada si nuestra intención es secarla, excepto si se desea el efecto contrario, claro. Y desde ese punto, nunca se puede poseer la completa certeza sobre la intención de una pañoleta húmeda en una superficie mojada, si no se es el actor intencional de la acción pañolesca, obviamente.

De cualquier forma, toda forma de conversión es una tragedia, todo espíritu en intento arbitrio apunta al caos de la materia. Una superficie, en función de la existencia de una pañoleta, necesita estar húmeda o necesita estar seca, correlacionadamente a su condición presente.

El ocaso de los héroes apuntala hacia la misma condición ambivalente. Terminamos siendo combatientes férreos de la decepción. Cada día, una motivación: que no acabe mal pero que la malignidad de la posibilidad no termine igual. De lo contrario, no existiría motivación, ni decepción, tampoco ocaso.  Aunque buscarle sentido no importa mucho, todo se condiciona a una paradoja toísta donde el bien no existe sin el mal, y el etcétera de largo.

El ocaso de los héroes nos hace lidiar con un pensamiento incómodo que no podemos contrarrestar con dos aspirinas, una serie de netflix y una pizza de pepperoni con extra queso y los bordes rellenos de cheddar.  Construimos idealizaciones con la intención de socavar a la decepción; la perfeccionamos -la idealización- con detalle para hacerla indestructible porque dialogamos interiormente con la catástrofe, ella nos apunta con el dedo y nos dice que la decepción estará tranquilamente esperando, con los brazos en flor, a que crucemos aquella esquina metafórica de la vida. En fin, un rollo intenso.

De cualquier forma, todos somos culpables de perpetuar una farsa con ídolos de cartón, con modelos que no nos ayudan a mimetizar la realidad ni por dos metros y tres centímetros. Y es precisamente por eso, vemos exactamente lo que necesitamos ver mientras nuestra figurilla de papel pueda conservarse intacta. Ideamos, a la vez, mantras interiores para mantener a raya la tensión que pueda hacer tambalear a la frágil estatuilla «no es nada», «exagero», «es una cosilla».

Tal vez, al final, no nos acojona tanto el miedo de enfrentarnos a una realidad árida y reducida y en un perpetuo absurdo como aquella pañoleta húmeda tratando de secar una superficie mojada, tanto más porque tememos perder a nuestra pequeña figura personal de acción súper-mega-ósom que nos ha costado imaginación y seso. Que es para tanto.

Al final, es que estaremos orgullosos como ese acto parental con saliva de limpiarle la mejilla a nuestra pequeña creación. Pero es que la perfección, oiga. Y todos asentiremos al unisono con la intención de perpetuar la farsa, mientras llevamos de nuevo nuestra mano a la boca para proporcionale otra dosis de fluidos líquidos de reacción alcalina  y tratamos de condicionar ese rebelde, testarudo y rimbobante mechón de pelo de nuestra creación.

Hay que ver cuánto drama.

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Objetividad temporal del vacío por venir

Minientrada

Una es muy feliz blandiendo la bandera de aislamiento que ostenta. Una está muy orgullosa de hacerse de tanto silencio, de tanta soledad borde. Una es feliz, es lo que importa. Pero luego no, lo que parecía una escena a lo muy corin tellado con arbolitos felices rosas, maripocitas felices rosas, campo feliz con su sol feliz rosa y corriendo rosadamente feliz se convierte en esa escena cliché de estar -porque uno está y estar duele, como un dolor en los putos cojones aunque no se los tenga- y entonces una está debajo de una repentina lluvia gris triste preguntándose: ¿Esto está bien? ¿Soy normal? ¿Tengo alguna cojunuda y puta afección cerebral por no querer lo que los demás quieren? ¿por parecerme abominable y odioso, sin sentido absoluto hasta ridículo? ¿Una aberración de la humanidad? Mientras hago estos cuestionamientos de peso existencial sigo aventando a la gente para allá, a un lado, hacia atrás, ¡FUERA!, grito y grito sin gritar.

Mira, mamá: mamihlapinatapai. Otra vez.

Hay una mística puta en añorar  a quien no se conoce.

Una mística puta de adolescente.
De adolescente con serios problemas de autoimagen y relación con el mundo.
En ese mundo donde aparentas una actitud de confianza, seguridad en ti misma, posesión y dominio, hasta que  levantas la cabeza para arreglar el flequillo de la cara, con un movimiento básico de reina del baile, y lo ves. Y entonces ya no eres ni reina, ni confiada, ni segura, ni posesiva y/o dominante; sólo eres, en toda tu finitud, una partícula vulnerable y diminuta que tiembla al verle mientras te ve, que disimula la sonrisa, y que se pega de guantazos en la molondra cuando cae en la cuenta que otra oportunidad perdida, que hoy no y que mañana, tal vez, tampoco para empotrarle contra la pared y darle de besotes.

Como sea, las oportunidades se pierden cuando una se pierde en ellas.

Pero que jodidamente bonito.

La permanencia de la transitoriedad.

“Un acto de inteligencia es darse cuenta de que la caída de una manzana y el movimiento de la Luna, que no cae, son regidos por la misma ley”
Ernesto Sábato
La permanencia es la secuela de la visión newtoniana del universo. La duda de que se puede converger en la disolución de una conciencia de habituación frente a una conciencia de cambio. Enfrentarnos con la certeza de que debemos desechar la comodidad de permanecer y desestimar las leyes magnánimas de lo consabido. Llamarlas leyes magnánimas aunque sean otras cosa, porque en realidad el desconcierto de la incertidumbre nos intimida.La permanencia, es en realidad, sustraernos a la duración transitoria de características esenciales de la cosas.
Y es jodidamente así, las manzanas seguirán cayendo aunque precisamente no sean las mismas; la luna seguirá girando aunque desde la tierra no presente la misma apariencia.
Todo, sigue, en realidad el curso natural de la armonía cósmica, pero de otra manera; de otra forma dependiendo de la inherente esencia de cada fondo.
La permanencia nos atrapa tan bien en la necesidad que surge de permanecer que no vemos, ni notamos los atisbos de su profunda relatividad.
Sin embargo, es posible que la necesidad de cambio venga sujeta al temor de que la permanencia cambie en el transcurso -que creemos – natural de las cosas y nos tome in fraganti en nuestro ya acostumbrado y confortable posicionamiento frente al acontecer; en realidad,  tememos que la secuencia de aconteceres nos impacte en su transitoriedad, aún cuando conozcamos la fórmula que compone a su suceder.
No sé, la verdad.
Me parece que lo peor de la permanencia es querer permanecer aún cuando no quedan características esenciales que sustenten ese estado de estar. Digo lo peor, porque ya he hablado de lo cómodo de su entendido.
Aun si las características esenciales perduran, la necesidad de cambio se establece como una medida de querer estar sujetos a las leyes de la relatividad que nos coloquen en un estado de preparación y adaptabilidad frente al mismo cambio que buscamos. Que buscamos, precisamente, por incertidumbre
La verdad, no sé.
 ***
-¿Cuántos newtons de fuerza se necesitan para cambiar una bombilla?
– Ninguno, todos se niegan a hacerlo.

Existir marca Raid®

Hay que pensar en la palabra empeño y en su atemorizante significado.  Y es que no veo otro sentido más asfixiante que uno  que va de una fragua holocástica de deshacerse haciendo. De constreñirse construyendo. Para seguir con la acometida pregunta del para qué. Pero, luego, preferimos parar en este punto o es terminar en un callejón a cartones tratando de comprar abonos a plazos porque la mierda nos parece reconfortante. Re- confortante-. Como si nos volviera a un estado anterior posterior al actual antes del otro. Cómo si nos devolviera algo cuando en realidad nos quita todo. Como si. Nos quita todo porque precisa y esencialmente no es que antes tuviésemos algo. Teníamos nada, pero era la sensación de no pertenencia regulando los límites de ese vacío. Tres puntos suspensivos al final de la pagina en blanco.

Pero qué digo, putadas. Claro.

Nos hacemos un ovillo de conmiseración pensando en el esfuerzo, «y en lo mucho que tratamos, pero ve usted, está viendo usted, no resulta nada»; Y los arbustos no florecen porque nunca han tenido flor. Nos perdemos en la esencia de las cosas. Nos perdemos en metafísica barata. Nos perdemos en metáforas bucólicas. Nos perdemos, y centralmente, esto.

Creo, que lo principal sobre todo y para nada, es tomarnos de la manita con nuestro yo quimérico, cada que nos levantamos pensando que, hoy, toca esforzarnos; hoy, toca sudar-la-gota-gorda-de-la-vida-con-problemas-de-transpiración.

Y seguir así, echándonos el flit del ser y deber en los sobacos de la vida hasta perder la razón de la existencia, hasta extinguir el dasein del envase-sellado-al-vacío.

Pero meh, todo es una putada.

El minotauro de al lado.

Es que después de tantos por qués y cómos vamos a tener que enfrentarnos con el minotauro del laberinto de incertidumbre que hemos construido.

Queda la certeza de la duda sobre la posibilidad de ver el suelo cubierto por entrañas.

Pero a partir de aquí y a otro momento, empezamos a crear otro vórtice de incertidumbre que nos desea conducir a dilucidar si ha sido el minotauro  o nosotros mismos, los muertos. Si hemos sido los dos. Y esto vendría siendo lo que para Dorian es su reflejo y lo que para Dr. Jekyll es su Mr. Hyde.  La muerte de la figura mitológica implicaría la muerte del sí.

Que a lo mejor, debamos aprender a vivir con ella, con él. Organizando ceremonias de té, y hablando de lo duro que está el clima. Pero sin asegurar nada, claro. El clima está o no está cálido. Puede que llueva o no lo haga. Y esperando el momento en que el minotauro nos rebane la cabeza. Porque esa es su naturaleza como la nuestra el tratar de aplacarlo.

O que tal vez lo necesario sea rodear el centro del laberinto y vagar ociosamente por los espacios de pérdida, preguntándonos quiénes somos, para qué existimos, de dónde veníamos.

Y que en una de esas, seguramente en uno de esos callejones sin salida como siempre sucede –porque que esos nos han planteado los spots de imágenes icónicas rosas, haciéndonos creer que han derrotado al minotauro y han sobrevivido y han tomado la respuesta del universo y todo lo demás sobre su lomo, y bebido su sangre y cogido sus cuernos y que la única salida de un callejón sin salida sea otro y no el minotauro, sino otro- y entonces cuestionarse entre sí, con el otro, como siempre nos quieren hacer creer que sucede, cuáles son nuestros nombres, dónde vivimos, qué nos gusta. Y claro, todo cuestionamiento intangible desde posiciones metafísicas irrepresentables de manera fenomenológica o similares, se convierten en meras representaciones tangibles y simples: Juana, María, Jorge, Luis, en los prados, en las aciagas, en la calle del oratorio, las fresas con cremas, el chocolate y los atardeceres.  Tan concreto, sencillo y preciso,sin necesitar de recodos: todo parece rebosante de sentido.

Y todos somos Juana, María o Luis y tenemos un lugar con un sentido.

Pero el cuento no acaba con una cadena de brazos humanos tomados por la sensibilidad de las figuras digitales y con ello, encontrando la salida. Que las representaciones escamoteadas que nos ofrecen son sólo paños paliativos de siete montes sobre nuestras certezas mientras rezagamos las abstracciones por debajo de la cama con un puntapié despectivo de evitar el desgate del desequilibrio cósmico. Pero y es que ¿necesitamos tan desesperadamente de una verdad inalienable, que nos conduzca de manera uniforme, que nos sostenga de manera estable y por igual? Y desde esta pregunta hasta entonces, podemos imaginar una vasta gama de posibilidades que solucionan la miserabilidad humana construida por la duda y su falta de consenso –reduciendo a una sola causa los problemas de pensar serio, como hacen todos esos intelectuales de opinión-, pero en una de esas la imaginación nos juega una jugarreta y vamos entonces construyendo conceptos abstractos que se originan en nada concreto y que definen condiciones ambiguas y que necesitan respuestas puntuales. Y con ello vemos: desastre naturales, protestas pacíficas-violentas, personas inconformes, muerte, violencia, hambre y sufrimiento. Pobreza. Y la utopía se desarma y comprendemos.

Al final somos nuestro propio minotauro, claro. Pero no lo creo.

Marque con un todo es una putada si ha aceptado los términos y condiciones de vida.

A lo mejor, estamos obligados a ver a través de la rendija de la puerta como es que la vida se coge a nuestros sueños. Y ya. Pero sin colocarnos en una posesión voyeurística mística ni nada. Sólo inocentes impotentes diciéndole a Freud: ellos son como lobos, míralos, como lobos. Bah. El pobre psicoanalista no sabría de dónde sacar tanta figura onírica para tratar tanto neuritísismo histérico. <<Freud y si algún día quiero estrellar un avión en noruega, eso ¿qué significa?>>. Vale, mejor; lo anterior se acerca al tipo de acepción de la palabra sueño que quiero tratar.

El tipo de sueño que toca las pelotas. Esas estructuras que te invitan a trazar con un ándale m’ija a trazar su proyecto de vida a los dieciséis años y cuando no tienes puta idea de algo. O con el y tú de qué irás cuando grande. «De puta», hubiese sido la grandielocuente respuesta de mi niñez, pero no fue esa  y  la gente no entendía que a los putos cinco años uno cree que la vida es un helado.

Pero, y ¿por qué no?

La vida tendría que ser eso y no la construcción social que nos empeñamos a establecer para, paradojicamente, finalizar eso que nos obligan a empezar. Eso, entiéndanse, son los sueños achicopalados por tanto trajín diario de reconstrucción y desmoronamiento.

Claro, mientras establecíamos aquello, la vida se encargaba duro de darle a los sueños. Lo sigue haciendo. Ya no hay placer. Hay dolor. Hay sadismo. Hay un marques de sade, escribiendo.

Y la vida, claro, redacta su invitación explicita para perturbarnos.

Que la lista interminable de ambiciones profesionales en la niñez, es válida. Que la reducida gama de opciones inseguras en la adolescencia, también. Que estar segura de lo que quieres ahora, mejora todo el panorama. Pero es que uno vuelve  y ve a través de la rendija, y se tiembla. No es que algún día la niña poeta hubiese querido serlo y no fue. O presidenta y tampoco. O maestra, veterinaria,  arquitecta, fotógrafa, escritora, médico, embajadora, un etcétera grandote que esconde la idiotez de fondo muy obvia,  y que bueno. Pero los escalofríos siguen recorriendo la médula espina y llegan a la región lumbar, y todo planeado y todo desde aquí y los próximos veinte años y el fantástico de tono irónico. Los escalofríos prosiguen y llegan a la posición dorsal, y bueno la vida no es la misma desde hace cinco y miedo y el cambio y sólo cinco y medio. Los escalofríos alcanzan la  región  cervical, y si no es así y de otro modo pero siempre así y si luego duele, y pregunta. Y todo se estremece y se entremezcla.

La nausea.

Bueno, al final la vida es una hijadeputa con la que aprendimos a convivir minimizando situaciones porque es que aún nos quiere. Ella muy adentro  tiene buenas intenciones aunque no se vean o la rendija de la puerta no lo permita.

No sé lo que digo. Tengo sueño.