Moloch del presente

No sabría hacer un cómodo recuento del 2018. Sin ser un año difícil, tampoco fue fácil. Esos puntos intermedios incordiosos que, a veces, se quedan sin nombre, sin denostar ninguna posibilidad de explicación que pueda, al que lee y trata de entender, qué es lo que existe en el límite de lo que pudo ser pero, al final, no fue del todo.

En todo caso, como cualquier ser humano que ha decidido habitar por un trecho más este mundo, viví. Y aprendí.

Aprendí y viví la certeza de no haber aprendido y vivido nunca, nada del todo. Que para vivir -y aprender- necesitas ser más que uno. Y para eso hay que construir vínculos. Y mantenerlos. Y esto, lo aprendí -y viví- con alguien que me enseñó a saber-estar, sin ni siquiera proponérselo.

Pero no se sueltan estas cosas por la carga que representaría para quien van dirigidas, decir «Gracias, mira que no lo me los esperaba» y colocar esas expectativas de funcionamiento en función de alguien. Funcionamiento-en-función, como si hiciera referencia a una maquinaria que nos sobrepasa y de la que no tenemos ni conocimiento ni control. Pero, en fin.

Lo suelto igual, porque todos los involucrados en ese vínculo -es decir El Otro y Yo-, sabemos qué es estar allí -porque estar con alguien representa un lugar donde uno orquesta su pequeño mundo íntimo-. Es decir, qué significó para mí, y qué significó para el otro lo significado por mí. Es decir, mucha paciencia. Pero también, mucho debate interno con los mefistófeles de fausto que quieren aplacar toda forma de vida, es decir, aprender. Aunque nadie me perdone ese reduccionismo tan básico.

En todo caso, se siente como avanzar en la escala ericksoniana de la vida funcional, que eleva sus niveles cada escalón de tres metros. Suspendida, entonces yo, por un brazo en el escalón de la intimidad, y a punto de caer, trágicamente, en el precipicio del aislamiento -lo pongo así o de lo contrario no entendería por qué tanto revuelo (que es sólo el mío) por ir aproximándose a cada nivel- no es que haya sido rescatada, sino que el otro, cómodamente instalado en el escalón superior, esperaba a que yo lograra descifrar como subir del todo, no sin entender, completamente, cómo no lo lograba y no sin comprender, aún, cómo a veces me gusta sentarme al borde. Porque sabemos -sin tratar de justificarme- que nadie logra nada en tono absoluto.

De cualquier forma, se vive aprendiendo a subir en ese escalón de la intimidad. Al final, construirla -o subirse en ella- consiste aprender a abrazar -y vivir- el rechazo que, conociendo su naturaleza, siempre toma formas diferentes porque, hablando con la exactitud clínica que la actualidad requiere, los defectos son la medida de todas las cosas. Pero, entonces, contemplar la posibilidad de sacarse de encima el apremio de la admiración, sólo para dejar en el escaparate las absolutas debilidades y que aún así, alguien elija, después de todo, colocar un brazo debajo de tu cabeza y acurrucarse bonito en conjunto. Te digo: qué paz.

Por otra parte, este año también significó aprender -y vivir- el compromiso y, antes que los otros, consigo. Este año fue una carrera existencial por mi identidad. Perdí el sentido de lo que soy porque los personajes que elaboré para sustentarle, dejaron de ser funcionales. Y con ello vino el conocimiento pleno de que jamás, tal vez, podré estar de la forma que se requiere; que nunca podré ser, de la manera que es necesaria. Que nunca aprenderé a transcurrir -y vivir- los niveles ericksonianos de forma eficiente.

Tal vez fueron pequeños pasos para finalmente integrarse en la vida adulta -si ese mítico lugar existe- aunque sienta que voy tarde; que tengo, en la agenda social, 47 citas atrasadas pendiente en relación a los otros. Sin embargo, hay personas que se sientan a esperarme y, con eso, tengo.

 

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Estratagema

No hay nada que nos amargue más que la certeza de saberse escudriñado.

Que nos enfrascamos en nuestros conflictos con la determinación escatológica de pudrirnos con ellos. De llegar a un punto de vencimiento y ser descartados ecuatitativamente porque tal.

Ecuatitativamente, porque esta palabra no existe. Pero sobre todo y más, porque la etiquetación de sabernos pasados en una estantería de exposición nos permite evadirnos.

Nos permite evadirnos porque afrontamos la interacción pública de ser escogidos atrás de toxinas botulínicas que permiten el descarte. Porque es que claro, nadie quiere fallos nerviosos de lidiar con nosotros. Nadie quiere la exposición a personas tóxicas que hacen metástasis con sus conflictos. Nadie quiere podredumbre pulida con orgullo.

Con orgullo, no -y por tanto- determinante; que consciente estamos que vendrá alguien que sabrá cómo desenroscar la tapa y entonces sí. Y entonces sí, nos apremia aprender a desenroscar la conserva de putrefacción idiosincrática sin el otro. Aunque también lo otro.

También lo otro, porque mientras lanzamos nuestras esporas tóxicas al espacio circundante lo hacemos bajo la negación de poseer una esperanza muy mal que bien escondida.

Y así y con eso y mientras nos deshacemos en deshacer todo, nos encontramos con alguien, y entonces el entonces sí: Caemos en la amargura de sabernos escudriñados, que alguien logra ver a través de nuestro paño de podredumbre y que descubre algo más que algo que se asemeje a mierda; y las defensas y las toxinas, no son suficientes y no surgen el efecto de siempre. Y mientras desgatamos los recursos psíquicos de la evitación, no evitamos ver que el otro sigue impávido y entendiéndolo.

Entendiendo lo que nosotros hemos entendido siempre. El punto de agotamiento luego de entender que alguien más soporta lidiar con tanta podredumbre ya no nos pudre tanto. Y esto nos pudre.

Pero también lo otro. Reivindicamos nuestros derecho a relacionarnos.

Una linda puta mierda, lo cierto.