Old World Blues.

 

«Ocasionalmente, tiro una taza para que se estrelle en el piso. A propósito. No me satisface cuando no vuelve a encajarse sola nuevamente. Algún día, quizá, una taza vuelva a armarse.»
-Hannibal’s speach.
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Las tazas contienen cosas.

Y ese sería un buen inicio si quisieramos abordar el tema de la taza en concreto y su evolución histórica a lo largo de la sociedad que ha consolidado la estructuración de la civilización como la conocemos, además de grandes vías transmercántiles que han revolucionado la macroeconomía mundial; pero en su lugar, discurriremos sobre la responsabilidad cósmica y las tazas.

Las tazas se rompen.

Cuando ves los pedazos esparcidos de una taza, existe un silencio que precede a la tragedia. Si la taza era tuya, obtienes una resignación de desconcierto. Sientes como internamente las piezas de eso que antes era la representación de un algo se integran en un rompecabezas confuso, tratando de seguir el ritmo de la realidad, no hay forma, no hay color, no hay motivo.

Al instante, obtienes la conveniente claridividencia de todo aquello que nunca ha vuelto a ser, de la inevitable flecha del tiempo, que esto que ocurre no puede no haber ocurrido. En concreto, obtienes el dolor de lo irreparable. Y como ocurre con todo aquello que cede a la masa, y en este caso a la masa de la impotencia, puedes percibir el peso de toda tu insignificancia, y eres tú y un agujero negro, un tipo de vacío que está lleno.

Las tazas pueden ser históricas.

A veces, cuando sabes que tus pensamientos se alimentarán del mismo material una y otra vez para darle sentido y explicación al acontecimiento, no necesitas obtener un quién, un qué, un cuándo, un por qué.

Sólo asistes al sentimiento fúnebre en el lugar común dónde socializan las decepciones, poniéndose al tanto de todo lo que fue, y de todo aquello que pudo haber sido. Regocijándose, un poco, al estar reunidas nuevamente junto con el pesimismo rigente. Aún así, pueden no comunicárselo a voces, pero por lo bajo todas saben que en un futuro el acto del suceso, ya no importará.

Sin embargo, aceptar es comprender el absurdo. Y, posiblemente, el intento de recomponer la taza trozo por trozo, aún, nos parezca una intención torpe e inútil.

Las tazas son intransferibles.

Un testigo presencial del suceso pudo observar como la taza caía derramando todo el contenido (porque generalmente las tazas caen con el uso, cuando contienen cosas).

Pudo no haber sido un testigo, sino el precursor del suceso. Es posible que no haya entendido muy bien la forma en que las tazas se toman; posiblemente pensarás que en su niñez la forma en que necesitaban que tomara las tazas, era difetente; posiblemente sólo eres un freudiano sin saberlo. Posiblemente, tampoco le dijeras cómo necesitabas que la taza se sostuviera. Posiblemente, fue negligencia. Dejar una taza al borde de la mesa suele ser común, alguien en un acto involuntario puede dejarla caer.

Pudieron haberte compadecido, pudieron no haberlo hecho. Pudieron haber empatizado con los sentimientos aparecidos después de la tragedia porque, de forma innegable, todos tenemos una taza rota. Pudieron no haberlo hecho. De cualquier manera, el dolor de lo roto, es tuyo.

Pudiste no mostrar enojo, no gritar, no decir cuánto dolía («es una taza» dirás, levantarás tus hombros y pondrás las manos en tu estómago como queriendo agachar la cabeza y esconderla entre las costillas, ahí con la sensación de protección anormalmente anatómica) porque de alguna manera la conciencia de la responsabilidad sobre los sentimientos de desilusión, tal vez y sólo tal vez, te corresponden únicamente a ti.

Y es así como las tazas abren múltiples vórtices dimensionales. Entre el pasado y el futuro, entre el aquí y el ahora, entre el contenido, entre tus estructuras yoicas. Por eso las tazas siempre contienen drama. Y un drama que se evapora con el tiempo, pero en tanto y en el sitio del desastre, te hace lidiar con la entropía.

Sin embargo, parte de mí necesita quemarlo todo, incendiarlo, hacerlo trozos, cimentar sobre el desastre la negativa del acontecimiento de algo. «Aquí no ha pasado nada», murmurar a cualquiera que se acerque. Conservar la dignidad que el orgullo necesita y colocarla como esparadrapo. Y aún así, otra parte, prefiere que no porque posiblemente por primera vez haya amado a alguien (no con los debidos requerimientos y protocolos que el amor diseñado necesita) pero también por primera vez me perdonaré el haberlo hecho.

Qué suerte.

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