El anillo del nibelungo somos nosotros

Existe una clausula básica sobre el ocaso de los héroes: nunca se es más cuando se intenta menos ser.

La clausula no dice más que lo que intenta señalar una pañoleta húmeda sobre una superficie mojada. La intencionalidad de la acción está supuesta sobre la obviedad disimulada. Sobre el absurdo contrapuesto.  El conocimiento general apunta a evitar utilizar una pañoleta húmeda sobre la superficie mojada si nuestra intención es secarla, excepto si se desea el efecto contrario, claro. Y desde ese punto, nunca se puede poseer la completa certeza sobre la intención de una pañoleta húmeda en una superficie mojada, si no se es el actor intencional de la acción pañolesca, obviamente.

De cualquier forma, toda forma de conversión es una tragedia, todo espíritu en intento arbitrio apunta al caos de la materia. Una superficie, en función de la existencia de una pañoleta, necesita estar húmeda o necesita estar seca, correlacionadamente a su condición presente.

El ocaso de los héroes apuntala hacia la misma condición ambivalente. Terminamos siendo combatientes férreos de la decepción. Cada día, una motivación: que no acabe mal pero que la malignidad de la posibilidad no termine igual. De lo contrario, no existiría motivación, ni decepción, tampoco ocaso.  Aunque buscarle sentido no importa mucho, todo se condiciona a una paradoja toísta donde el bien no existe sin el mal, y el etcétera de largo.

El ocaso de los héroes nos hace lidiar con un pensamiento incómodo que no podemos contrarrestar con dos aspirinas, una serie de netflix y una pizza de pepperoni con extra queso y los bordes rellenos de cheddar.  Construimos idealizaciones con la intención de socavar a la decepción; la perfeccionamos -la idealización- con detalle para hacerla indestructible porque dialogamos interiormente con la catástrofe, ella nos apunta con el dedo y nos dice que la decepción estará tranquilamente esperando, con los brazos en flor, a que crucemos aquella esquina metafórica de la vida. En fin, un rollo intenso.

De cualquier forma, todos somos culpables de perpetuar una farsa con ídolos de cartón, con modelos que no nos ayudan a mimetizar la realidad ni por dos metros y tres centímetros. Y es precisamente por eso, vemos exactamente lo que necesitamos ver mientras nuestra figurilla de papel pueda conservarse intacta. Ideamos, a la vez, mantras interiores para mantener a raya la tensión que pueda hacer tambalear a la frágil estatuilla «no es nada», «exagero», «es una cosilla».

Tal vez, al final, no nos acojona tanto el miedo de enfrentarnos a una realidad árida y reducida y en un perpetuo absurdo como aquella pañoleta húmeda tratando de secar una superficie mojada, tanto más porque tememos perder a nuestra pequeña figura personal de acción súper-mega-ósom que nos ha costado imaginación y seso. Que es para tanto.

Al final, es que estaremos orgullosos como ese acto parental con saliva de limpiarle la mejilla a nuestra pequeña creación. Pero es que la perfección, oiga. Y todos asentiremos al unisono con la intención de perpetuar la farsa, mientras llevamos de nuevo nuestra mano a la boca para proporcionale otra dosis de fluidos líquidos de reacción alcalina  y tratamos de condicionar ese rebelde, testarudo y rimbobante mechón de pelo de nuestra creación.

Hay que ver cuánto drama.

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Patrañas trascendentales: el querer qué.

The Writer said:
Everything I told you before…is a lie.
I don’t give a damm about inspiration.
How would I know the right word for what I want?
How would I know that actually I don’t want what I want?
Or that I actually don’t want what I don’t want?
They are elusive things: the moment we name them, their meanng disappears,
melts, dissolves like a jellyfish in the sun.
My conscience wants vegetarianism to win over the world.
And my subconscious is yearning for a piece of juicy meat.
But what do I want?

Stalker – 1979. Tarkovsky


Un camarero se acerca a la mesa seis, convenientemente ubicada entre ese espacio típicamente tenue de los restaurantes típicamente instalados en las esquinas de las avenidas, es decir, entre la columna lateral derecha, la ventana hacia el exterior y el espejo. El, entonces, camarero -porque justamente ahora la certeza del «ser» camarero no nos queda clara- se acerca a los comensales, que precisamente en la mesa seis, sostenían los menús del restaurante con apremio por tratar de entender los precios en letra pequeña y, claro, los nombres de los platillos combinados con voces del latín, el francés y el italiano. El, entonces, camarero pregunta con el tono afable con el que hablan los camareros en los horarios comprendidos entre 10:30 am a 1:28 pm: «¿Ya saben lo que quieren?»

Ya-saben-lo-que-quieren, y las palabras parecen golpear el exceso de peso de la existencia en la grasa trans de la metafísica barata. La noción del reconocimiento del tiempo, del conocimiento y del deseo nunca hizo que se abriera tanto como ahora o siempre un vórtice de reflexión que acabase a su paso con toda esperanza vitalicia sobre el futuro de la posesión.

Sin embargo, no podríamos saber con exactitud qué pensó el comensal-uno después de ser interpelado con semejante cuestionamiento; podemos suponer que la pregunta trascendió retrospectivamente hacia una época de su infancia en tonos sepia donde irremediablemente se vió  en la difícil posición de decidir entre el helado sabor vainilla y pistacho. Claramente, la conmoción emocional del comensal-uno-bebé no puede ser la reproducción exacta del comensal-uno-adulto pidiendo la cremme et foei-grass e tartufo, aún así la vacilación inicial de la elección deja en entredicho la facilidad de la determinación del saber querer qué.

Si nos aproximáramos al comensal-dos, veríamos un efecto curioso al escuchar su pregunta: «Está raro el tiempo, vaaa». Cualquiera pensaría que es una disertación especialmente clarificadora de la constatación entre la temperatura ambiente contrastada con la temperatura corporal, y que se basa en esos mecanismos de los predictores del tiempo que nos permiten tener conciencia e ilusión del control sobre el futuro, aunque al final nunca sea de la manera que dicen que sería. En fin, podría ser esto tanto como cualquier cosa, porque sabemos que la permanencia de la relatividad sopesa cada palabra de nuestro lenguaje para aproximarnos a límites de una marco referencial complejo en su estructura y simplificado en su significancia. En relativas cuentas, el comentario explayador de una condición climática nos indicaría la dilación excusatoria de una elección.

De esta manera, el comensal-dos está en una posición en la que elegir querer qué supone la difícil consecuencia del descarte. Y es que con «querer», el lenguaje obra de maneras misteriosas. Una pre selección de alternativas y multiuniversos de posibilidades que se reducen al aplazamiento de una decisión. El querer implica iniciar un juego de «pares y nones». Y es que elegir una opción evita caer en la caja shrödingeana de la vida, es esto pero también podría ser lo otro en la misma caracterización espaciotemporal de las cosas. La entidad metafísica de la elección establece que una posibilidad se elige por ella misma como certeza y no a otra como posibilidad. Pero precisamente eso, el querer se basa  en esa posibilidad de elección: se basa en la conciencia de la ausencia: se basa en la cláusula básica de que para querer hay que carecer.

De cualquier manera, el entonces camarero respondería con una afirmación implementada por la Asociación de Camareros unidos por la Comensalidad en casos de ambigüedad cuántica del querer qué: «Como recomendación del día ofrecemos el Bacalao a la Borgoñona id.Latina brulee». Pero por algún factor característico del espíritu de contradicción, el comensal-dos elegiría el plato ubicado dos posiciones más abajo del indicado por el camarero, porque claramente, autonomía y autosuficiencia propias de alguien que sabe querer qué cuando no quiere intrincarse en la entramada red de esnobismo del boom gourmet de los nombres largos, apriorísticos y cuquis que rebautizan platillos con la intención de sofisticarlos. En totalidad, al finalizar su papel de comensales en un espacio propicio para su ejercicio, no podemos afirmar con ciencia cierta pero tal vez falsa, qué paso para afirmar si han sabido querer qué o se han adaptado a una forma de querer condicionada por el determinismo de la existencia.

Como punto final de partida, el querer no estaría determinado por el aquí espaciotemporal del ahora, si no más bien por el cúmulo de elecciones anteriores a esa.

Al final, resultará que aquello que llamamos «ausencia» es en realidad una compleja programación de necesidades establecidas en la infancia desde la elección fundamental del helado de vainilla, fresa o pistacho. Y que cuando fuimos enfrentados a tan terrible elección caímos en la consideración sin fondo concreto ni en abstracto de que la elección remitiría a la ausencia del helado de chocolate y por consiguiente, a la necesidad de quererlo.

Una patada en los cojones límbicos, la verdad.

Somos extranjeros de nuestros propio deseos. Lo único irrebatible es la pizza.

Objetividad temporal del vacío por venir

Minientrada

Una es muy feliz blandiendo la bandera de aislamiento que ostenta. Una está muy orgullosa de hacerse de tanto silencio, de tanta soledad borde. Una es feliz, es lo que importa. Pero luego no, lo que parecía una escena a lo muy corin tellado con arbolitos felices rosas, maripocitas felices rosas, campo feliz con su sol feliz rosa y corriendo rosadamente feliz se convierte en esa escena cliché de estar -porque uno está y estar duele, como un dolor en los putos cojones aunque no se los tenga- y entonces una está debajo de una repentina lluvia gris triste preguntándose: ¿Esto está bien? ¿Soy normal? ¿Tengo alguna cojunuda y puta afección cerebral por no querer lo que los demás quieren? ¿por parecerme abominable y odioso, sin sentido absoluto hasta ridículo? ¿Una aberración de la humanidad? Mientras hago estos cuestionamientos de peso existencial sigo aventando a la gente para allá, a un lado, hacia atrás, ¡FUERA!, grito y grito sin gritar.

La muerte de las pequeñas cosas

En inglés, bereavement es la sensación de haber sido robado, de ser despojado de algo valioso; equivale a quedarse abrazando un espacio vacío.

El «vacío», se dice, como si tuviese propiedades que le hiciesen ser antes que convenir con la nada. De esta forma, la nada deja de ser nada porque se transforma para ser conceptualizado como, precisamente eso, nada, que entonces se convierte en algo que no puede ser. Al escuchar esto, Descartes eleatícamente, abriría los ojos en forma sorpresiva, lanzaría un puñetazo a su estufa y sentenciaría como lo hizo en Los principios de la filosofía: «Si se pregunta cuál sería el caso  si Dios removiese toda la materia de un envase y no dejase que nada más tomase el lugar de lo que había sido desalojado, entonces la respuesta debe ser que los lados del envase serían contiguos. Pues, si no hay nada entre dos cuerpos, deben estar juntos». El Descartes zenoniano del espacio nos da cuenta que antes que abrazar un vacío, que antes que definirnos por la nada, estamos contemplando la ruptura de algo que persiste en el espacio.

En la Física, Aristóteles hace una conceptualización interesante del espacio vacío: el vacío es en realidad un movimiento extremadamente rápido, nunca hay un nada porque inmediatamente es reemplazado por algo; sin embargo, hay un pequeño intersticio entre ese algo y ese antes del algo el suficiente tiempo para que sea nada.

Pero, ¿cómo podemos decir lo que no es?, se preguntaba Wittgesnstein.

Por alguna cualidad metafísica de la evolución -hablando seriamente y no-, la humanidad está volcada hacia el vacío, hacia la contemplación de la nada como una propiedad que no puede existir más allá de nuestra concepción de lo que podría ser pero no es. Y es como situarse a 8mil metros sobre el nivel del mar, pararse sobre el risco más cercano, y percatarse de la sensación impulsiva de lazarse al vacío. ¿Es que acaso somos suicidas por antonomasia?, preguntará ingenuamente un militante del escepticismo porque no puede preguntar de otra manera.»Los suicidas por antonomasia», podría ser el título de un tratado de antropología filosófica que explicase por qué la raza humana debe ser tratada precisamente como eso, pues es la única especie que se tortura con la conciencia de su finitud, por la contemplación de que antes de ser algo era nada y que se dirige a una nada más fundamentalmente grande: la muerte.

Y sin embargo ¿a cuántos metros de nuestra existencia nos encontraremos como para vivir con la sensación perpetúa de contemplar la llamada del vacío, la «l’appel du vide» en francés? A muchos, irrefutablemente. Aun así Freud argumentaría que esto es toda la pulsión de muerte que pueda concebirse, que en ese pequeño paréntesis de la existencia, a la que llamamos vida, deben definirse sus límites por contrapartida, es decir, a través de los límites infinitos de algo que no puede concebirse en concreto: la nada. La propiedad fundamental del vacío, si hubiera tal cosa como la propiedad fundamental del vacío, sería entender los confines de la vida a través de lo que fue, de lo que nunca será y de lo que eventualmente es. Es así como creemos, sin embargo, que aunque no podamos concebir la idea de estar muertos, si podemos imaginar y temer la experiencia de morir. Más aun: podríamos decir que toda la actividad humana es, en gran medida, un modo de negar la fatal inevitibilidad de la muerte.

Colocarnos cara a cara con el precipicio indicaría que estamos dispuestos a contemplar el «Y sí…» perpetuo del dilentantismo metafísico de la non existence. Es por eso que  convenimos en lazar piedras al vacío con la intención de condicionar la posibilidad del acabose. La muerte de las pequeñas cosas no implica realizar un tratado -que no lo es- espurio sin contenido ni coherencia lógica para explicar su magnitud, obvio. Implica  anticiparse a la pérdida definitiva que no presenciaremos. Perdernos nuestra propia nada parecerá angustiante porque a resueltas cuentas fuimos algo que nunca más será. Y hacia dónde dirigirnos sino es más que a instalar un espacio vacío.

La muerte de las pequeñas cosas consiste en permutarnos de la pérdida del hálito vital con cada pérdida objetual. Contemplar la caída de una piedra en el vacío metafísico de la vida, es saber que la piedra no se ubicará en ningún lugar puesto que desciende hacia la nada; y si la nada lo absorbe dejará de ser para convertirse conceptualmente en algo que fue. Y si, antes, la propiedad fundamental del vacío no era la propiedad fundamental del vacío, ahora la propiedad fundamental del vacío se condicionaría a establecer que el vacío en realidad es el espacio que antes estuvo ocupado por algo que ya no ocupa ese lugar en el espacio. El vacío es, en realidad, la conciencia de la ausencia, la certeza de la melancolía. La pérdida del lugar en el mundo de las pequeñas cosas equivale a comprender que el vuelo de una mariposa podrá verse interrumpido por una pisada, que se pueden perder 30 minutos de tiempo durmiendo de más, que ese yogur en el refrigerador desaparecerá, que la fe en la humanidad se perderá, que el disco de Selena con todos sus éxitos dejará de tener el mismo dueño.

Pero lo que dice Aristóteles, el vacío sólo es un intersticio antes de algo más. Y así, las mariposas volverán a copular, otro día vendrá, la industria del yogur abastecerá nuevamente el refrigerador, un militante filantrópico tocará tu hombro, y alguien podrá regalarte un disco de tecno-cumbias. Y es precisamente eso, tal vez lo angustiante del vacío no es lo que fue sino la posibilidad del reemplazo, la impermutabilidad del cambio, el reordenamiento armónico de las cosas con sus espacios. De esta forma,la nada sólo «es», eventualmente.

Pero como decía el viejo Hegel: si la realidad nos parece irracional, para comprenderla necesitamos inventar conceptos irracionales.

Polvo cósmico de aves, o sobre cómo escatología ontologíca de palomas espaciales.

 Subestimamos la capacidad de las decisiones, la capacidad de elección y la libertad que creemos conferida. El concepto de responsabilidad y los conceptos relacionados de conocimiento previo y elección se utilizan para justificar que el control de las cosas se controla.

¿Cómo podemos juzgar una actuación deliberada, y cómo suponer que un acto sólo está sujeto a las fuerzas de la circunstancia?

Si las consecuencias objetables de un acto fueran accidentales y sin probabilidad de que ocurriesen de nuevo, no habría por qué preocuparse. La gratificación de la conciencia se supondría en el plano de «no supe qué hacer, quién soy y de dónde vengo», la no responsabilidad de la no elección se supone inofensiva.

Pero los conceptos de elección, responsabilidad, etc. dan el análisis más inadecuado de reforzamiento eficaz y contingencias de las circunstancias, porque llevan una pesada carga semántica de una clase muy diferente, que oscurece cualquier intento de clarificar las prácticas de suponerse en el control de las cosas.

El caso es que nos contenemos en un gran universo con la carga ingenua de la posibilidad de control sobre todo.  Y en aquellos casos en los que no lo suponemos posible, exponemos la premisa de salvar prestigio y locus de control, identidad y autoestima: «No tuve elección».

Pero cuando la carga de control se supone manejable, cuando deslumbramos la posibilidad de elegir, de decidir, de optar por opciones que supondrán un proceder adecuado, semi adecuado, aceptable, semi aceptable, menos desastroso de las cosas, la aparición de circunstancias específicas nos parece que tiene un nexo delicado  y casi imperceptible con nuestros actos.

Nos concertamos en pubs contextuales de comunión indefinida entre sociabilidad, alimentos y desconcierto para exponer el A hizo B, porque yo hice A.

Si Melenacio cruza la calle y encuentra un billete de lotería y Decide ver el programa de lotería el domingo por la noche porque ha Decidido no salir con Hermelinda, debido a que ella Decidió ir a pasar el fin con sus amigotes; Melenacio se enterará que ha ganado el segundo premio de 1000 compartido con 20 personas más. Pero, ¿ qué llevó a Melenacio a cruzar la calle?, llegar al otro lado, claro, pero también es posible que Melenacio esa mañana se despertara 30 minutos antes justos para tomar el tiempo necesario y cruzar la calle que cruzó precisamente en el momento en que Geranio -vendedor de bienes raíces, que en su desesperación Decidió comparar un billete de lotería para disimular la lenta y degenerativa pérdida del status de la empresa que lo llevará paulatinamente a la bancarrota y poder invitar a Fratuencia a una cena de dos, en los balnearios Bálticos del Norte, pues ella Decidió en su época de juventud regresar cada invierno- en el momento exacto en que Geranio botaba su billete de lotería y Decidía tomar un taxi que justo pasaba por esa calle debido a que la congregación de trasportistas por la usurpación de espacios viales, había Decidido congregarse en la calle opuesta.

El resultado de todo es que cada decisión directa sobre las circunstancias está supuesta sobre una circunstancialidad indirecta que las determina. El punto concreto es que no somos puñeteramente libres, ni por un ápice de asomo. Y si el lector/a ha Decidido en este momento dejar de leer este texto sin congruencia, no lo estará decidiendo por sí mismo/a, sino por una intricada gama de factores deterministas.

Y es a lo que voy, posiblemente en nuestra carga ingenua de un universo infinito de autoengaños pensamos que nuestra vida está en nuestras jodidas manos.

Lo cierto es que posiblemente estemos siendo manipulados por la leyes físicas de alguna civilización universal de garbo intelectual más apremiantemente aplastante en comparación a la nuestra, tanto que sí la capacidad intelectual cumpliera la función del aparato urinario, y esta civilización y nosotros estuviéramos en un mismo baño público, sobre urinarios con compartimientos independientes; y esta civilización asomara la suya -capacidad intelectual, claro-, no osaríamos ni por consideración de la dignidad mostrar la nuestra -capacidad intelectual, obvio-.

Y es como va, toda la congruencia que los actos pueden mostrar sobre nuestras acciones no es más que ambages de oasis para evitar caer en el desierto del descontrol y del caos.

Así, mientras creemos decidir si sí o no, si mañana o ayer, si azul o rojo, un ser cósmico de la cuarta dimensión estará utilizando su palanquita de go -no go para cada acto que ejecutemos, porque al mismo tiempo, los seres cósmicos de la cuarta dimensión son bastante básicos.

Pero también es posible que sólo trate de omitir la responsabilidad de cada acto, de cada decisión y alivianar el arrepentimiento o la culpa  porque también, porque tal vez no tuve elección.

Pero quién se fija.

Aporía

Dicen que existe una curiosa teoría sobre la realidad.

Que establece que todo aquello que percibimos corresponde al campo visual del tamaño de un ojo de cerradura.

Afirman, también, que todo aquello que conocemos sólo es una pequeña porción limitada de una realidad externa al observador.

Pero cuando hablamos de un ojo de una cerradura hablamos de un dispositivo destinado a tener una función particular en relación al mundo y las cosas.

Es decir, llamamos ojo de cerradura a ningún espacio inerme sin particular interés en el mundo a no existir o sí: llamamos ojo de cerradura a algún componente que se incorpora en las puertas con el fin de abrirlas al introducir una llave.

Esto nos lleva a una disertación especial, y permite comprender que la realidad no está destina a aparecer incompleta, que de alguna manera y por secretos del universo cerrajero y todo lo demás, una puerta se abre y todo el contenido que está al otro lado se deslinda en una infinidad de trazos que permita encajar nuestra porción de realidad con forma ojo de cerradura en la totalidad de una configuración compleja de cosas varias y mixtas.

Se atreven a decir, además, que no existe un método especial para fabricar esa llave y que es más, cada persona está detrás de una puerta distinta con un ojo de cerradura diferente. Así que si una persona en toda su competencia aptitudinal de cerrajería sapiéntica logra confeccionar una llave que calce a la perfección en su  ojo de cerradura y abra la puerta de la sabiduría absoluta, todo lo que conocerá será conocido por ella y por nadie más porque los otros no podrán comprender el absolutismo de todo. O sí, pero no será igual, o indistintamente lo mismo.

Aseguran a la vez que varios han intentado en la historia de la humanidad, intentar calzar sus propias formas de ojos de cerradura para armar un armazón de la misma realidad. Sabemos que han fracasado, pero todos somos el monito con la tendencia oral de las manos,  porque el reconocimiento de una realidad en absolutis in formis completis in solitaris con nuestra única forma posible de ver el mundo, intimida.

El punto aproximativo de todo es que si en algún momento logramos abrir la puerta fijada a un marco que limita el conocimiento de todo aquello que no conocemos, la primera sensación será el vacío. La realidad es una habitación de cuatro paredes en blanco. Nunca hubo un adentro cuando estábamos afuera. La realidad resultará ser todo lo que creíamos y que al final no es verdad, o que es diferente en la misma forma, todo aquello que cae en el abismo ambiguo de lo que puede ser tan verdadero como falso.

«La realidad sólo existe en el ojo del observador», dice un filosofo hambriento mientras extiende su mano. O no.

El vacío no es un punto de referencia. Es el punto de referencia.

De cualquier manera, ya habrán personas haciendo ventanas de la vista gorda en sus puertas.

Mira, mamá: mamihlapinatapai. Otra vez.

Hay una mística puta en añorar  a quien no se conoce.

Una mística puta de adolescente.
De adolescente con serios problemas de autoimagen y relación con el mundo.
En ese mundo donde aparentas una actitud de confianza, seguridad en ti misma, posesión y dominio, hasta que  levantas la cabeza para arreglar el flequillo de la cara, con un movimiento básico de reina del baile, y lo ves. Y entonces ya no eres ni reina, ni confiada, ni segura, ni posesiva y/o dominante; sólo eres, en toda tu finitud, una partícula vulnerable y diminuta que tiembla al verle mientras te ve, que disimula la sonrisa, y que se pega de guantazos en la molondra cuando cae en la cuenta que otra oportunidad perdida, que hoy no y que mañana, tal vez, tampoco para empotrarle contra la pared y darle de besotes.

Como sea, las oportunidades se pierden cuando una se pierde en ellas.

Pero que jodidamente bonito.

La ausencia total de miedo.

Veamos, establezcamos que el tren que sale todos los días a las 2 veinte de la tarde, esta vez se retrasa cinco minutos, justo cuando Eleonor tiene tiempo para subir al vagón delantero y preguntar por Cris que se encuentra en el vagón tercero por falta de espacio, de control muscular o porque simple y sencillamente le gusta el vagón tres. Ahora, Eleonor mientras grita por cada vagón Cris Criss, éste se abstrae en las peripecias de la señora Murcia de la estación que compra un boleto y sostiene un paraguas y se arregla el sombrero todo al mismo tiempo, esta señora intenta tomar el boleto con la intención de convenir con el auxiliar de la estación y establecer el deseo de un intercambio sincronizado boleto-billete; sin embargo, en ese mismo momento, una ráfaga de viento sacude el delantal falda de la señora haciendo que todo se desmorone por el anden de la estación; el auxiliar de la estación no pudo por más que emitir un agudo chillido de intención de risa, y llamar a Raúl que se encontraba en el portaequipajes del tren muy cerca justo para ayudar a la señora, Raúl acababa de ayudar al Dr. Fernando en el ensamble de tres maletas que habían llegado de Noruega y traían los mejores quesos de la provincia, una pequeña joven que pasaba por ahí tuvo que evitar ver directamente a las maletas y  evitar el desengaño de no desengañarse nunca sobre la calidad de tales quesos.
Y en efecto, la ausencia total del miedo no existe.

***

De qué irán las cosas que no se conocen del todo, una puede posicionar sobre el tono impersonal de esas explicaciones que se pierden enseguida más allá de la inteligencia y convenir que todo aquello que se creía valedero pierde validez. Bien se podría buscar una ayuda auxiliar, someterse al desmadre del diccionario pensando cómo y por qué, qué y de dónde chingados, pero las cosas aparecen tal y tal, fenomenológicamente hablando y no más, y una se apropia de ellas desde su margen mental de construcción subjetiva, aunque la voluntad se dirige concretamente al objeto del que no podemos estar seguros de su existencia , pero sí de la existencia de ese objeto por sí mismo en nuestra cabeza y es real en tanto permita componerse de una intencionalidad que nosotros nos encargamos de construir, también. En fin, ¿no sigue siendo una puta mierda en cualquier medida, en cualquier caso, en cualquier circunstancia circunscrita o no a la voluntad de ser y de estar?

***

Para el diccionario, el miedo significa duda, el paroxismo banal de la in-certeza, de la des-certeza; dudar en todo caso es temer y viceversa; tememos a las certezas y a la capacidad de no cuestionarnos, de dejar desenvainadas las representaciones mentales de todo aquello que se aglutina en ese estímulo evitante y preguntar si por estar a centímetros estamos a salvo. A salvo de qué, claro, pero no lo dudamos, porque la capacidad de dudar sólo se permite el desempeño de dudar por una región del ser, una región circunscrita que se represente inmediatamente sin concreciones de ningún tipo, si el miedo existe, si el miedo se presenta debemos dudar de si estamos a salvo aún si no desempeñemos el ejercicio duditativo sobre el qué.

boyirl:</p><br />
<p>Brian Oldham - Collage (2013 - 2014)<br /><br />

Estado

No sé.

Este estado de calma tiene un matiz de estética kierkegaardiana, irrefrenable uso de la homeostasis, capacidad para distinguir entre el tiempo presente o ficticio del recuerdo del presente real de la experiencia inmediata, una alusión al estado de reposo gestáltico. Esta calma alisa las sienes, prepara el asiento preferencial del sofá, la mantita de paño; reconforta, provee, discurre entre la certeza inapelable del todo-está-bien-y-nunca-mejor.

Esta calma es una jodidez de hermosa, y qué bueno.

De como somos todos el papa y no.

Cualquier conclusión se puede deducir de un enunciado falso.

Vamos a que Bertrand Rusell se paró un día frente a su clase y con tono severo sentenció que era el papa. Y no es que Rusell estuviese precisamente loco porque no era, en realidad, el papa: tenía tanta razón incluso si se equivocaba. Y es eso.

Esto es tanto como si estamos de acuerdo o no, con Bertri. Esto es tanto como preguntarnos qué es la razón y por qué la tenemos.

La verdad absoluta y el relativismo que la sostiene crea una ilusión óptica de la conciencia. Empezamos a estructurar enunciados incompatibles entre sí como una construcción épica de lego . Estructurar enunciados, precisamente porque la ideología se establece como un edificio simbólico sobre cimientos de imposibilidades con verbos copulativos, de ser y estar. De lego, porque el conocimiento de pareceres se constituye sobre una red simbólica universal a través de establecernos como un ser-ahí en su particularidad absoluta y patológica: la fantasía.

La ilusión óptica, en todo caso, no puede ser simétrica. La concepción de una verdad erguida a fuerza de meter una clavija redonda en una hendidura cuadrada lleva a contemplar a un testigo externo el arte conceptual de una realidad desfigurada.

Pretendemos crear modalidades obtusas de comprensión cuando en realidad sólo atendemos a la dinámica proyectiva de esquemas nucleares que confieren un proceso -ya, liado o no por  mecanismos constructivistas- de pensamiento específico. Y la gran cosa del etcétera que ya sabemos.

Experiencias, percepciones y el eso de siempre, nos llevan a esquematizar una realidad que tomamos por sentado creer conocer. Somo seres al final compenetrados en la paradoja existencial de creer que conocemos porque le inferimos un sentido esencial a las cosas que creemos conocer. Pero qué conocer al final si sólo conocemos una forma de conocimiento.

Y la intencionalidad y todo lo demás, se va al carajo porque no sé qué. Pero es esto, también.

Es tanto lo mismo como decirse que se está en un estado de desideologización, en un estado de objetivización como decir no sé. La inseguridad de una pauta previa de una realidad inmediata nos confiere el poder de especificar si al final podemos ser el papa o no. Es tanto  más válido cuanto somos conscientes de la venda de nuestros ojos y que la pata rosada del elefante , es eso, una pata y que en lugar de inferir una serie de abstracciones acerca de su forma nos sentamos en su lomo y empezamos a mandarnos por una serie de aventuras en la India. Y a todo eso, y a resultas cuentas, al regresar, le pregunten al  tipo vendado de ojos -o a nosotros que somos él-, qué fue lo qué conoció de todo para que éste responda -o respondamos con él- que no sabe porque por la venda.

Y es por eso, y es como no sabemos.

«pshhh, pshhh»